domingo, 31 de marzo de 2019

LA INCREÍBLE HISTORIA DE LA BELLA FLORENTINA (V)



Leer previamente las cuatro partes anteriores (1 aquí, 2 aquí ,3 aquí y 4 aquí).


 “Maurice Levallois Etchepare. Directeur Générale”

La placa que lucía sobre la vieja mesa de caoba del despacho del primer piso del Banco de La Nación, no dejaba lugar a la duda: aquel larguirucho francés que se sentaba del otro lado, justo detrás de su nombre, era el nuevo director general de la sucursal bancaria. Acababa de llegar de la capital, aunque hacía poco que su familia, la poderosa familia Levallois, fundadora de la Banca de la Nación un siglo atrás, lo había mandado a las provincias de ultramar desde la mismísima Francia.

La región había experimentado un florecimiento inusitado e impensable, por eso el Banco de La Nación volvió a abrir sus puertas y había que poner al frente a algún miembro de la familia, a un auténtico Levallois. Eso le daría, de nuevo, el empaque y la importancia que una institución como aquella  había tenido desde los tiempos de su fundación.

Maurice Levallois era el último de los Levallois por línea directa, tataranieto de aquel otro Maurice Levallois, el avispado bretón que levantó su fortuna de la nada, en las minas de oro de  la lejana California. Dicen las malas lenguas que, cuando llegó a los dominios del viejo Ancheta, traía una inmensa fortuna y algún que otro cadáver en su conciencia. Así pues, aquel era el lugar ideal para reinventarse. Tierra de hombres nuevos, parias, vividores, valientes y visionarios…

El joven Levallois cumplía con el prototipo francés: figura estilizada, cabello rubio, una cara de ángel con fino bigote, ojos azules, cínica sonrisa, frente despejada, manos delgadas y blancas… Impecablemente vestido, más bien parecía un dandy al uso que un señor Director General del importantísimo Banco de La Nación.

Apenas hablaba castellano pues había nacido y se había criado en Francia, donde su padre fue enviado por su abuelo para que completara sus estudios, y para alejarlo de los malos tiempos que corrían en aquella época. La antaño próspera región del Oriente había iniciado un viaje hacia el olvido y sin aparente retorno. Su padre no volvió por aquellas tierras, el abuelo lo mantuvo alejado y al frente de la casa matriz en Paris.

Nada más llegar a la estación, procedente de la capital, lo primero que respiró el joven Maurice fue ese aire de ninguna parte. Cerró los ojos y dejó que los sonidos lo envolvieran, igual que el humo que despedía la ruidosa locomotora… Por fin había llegado al centro de sus sueños, a aquel sitio del que nunca debiera haber estado ausente. Él era ese aire, ese sonido, esa bulliciosa quietud, esa emoción que le trepaba por las piernas…

Mientras bajaban sus baúles, trató de inspeccionar con una rápida mirada el mundo que le rodeaba. Ea mediodía y la luna aún estaba en lo más alto, dueña y señora. Al instante se paró todo, el tiempo, la respiración, el pulso… Un olor, unos ojos, un cabello de ningún color y de todos a la vez,  una sonrisa y el eco de un deseo viejo lo traspasaron, lo hirieron de muerte. Y entonces supo que había llegado, que había vuelto y que nunca saldría vivo de su destino.


Imagen: Internet. Texto: Edurne





2 comentarios:

Myriam dijo...

Veo que has retomado esta historia que empezaste en 2014.
Me alegro, aquí te sigo. Te he dejado comentarios en las entradas anteriores.

Besos, desde casa.

Edurne dijo...

MYR:
Eskerrik asko!
Pues sí, de vez en cuando le voy añadiendo capitulitos, y a ver si me da por hacerlo más seguido!

Muxuak!
:)