viernes, 5 de julio de 2019

BUONA SERA SIÑORINA




Mario tenía un plan. Decía que era infalible. Piero y Luigi, apoyados contra la pared de la iglesia, la que daba al cementerio, se afanaban en liar unos canutos con la poca hierba que les quedaba y no le prestaban demasiada atención. Mario estaba iluminado. El plan, eso era lo único que ocupaba su cabeza y su tiempo desde hacía un par de días. Había que innovar el negocio y él lo tenía todo pensado, muy bien pensado.

Silvana se aburría. Hacía mucho calor y el mes se estaba dando mal, no había duda, la gente prefería quedarse en casa a salir de compras. Ya no recordaba los años que llevaba metida en esa pequeña tienda del casco antiguo de la ciudad. El género de la sastrería era demasiado bueno para los vecinos de aquel barrio, salvo excepciones, las que salvaban del cierre al negocio. Cuando terminó la secundaria, ni se planteó seguir estudiando, eso era algo imposible en la situación en la que estaba su familia, así que aprendió a cortar y coser pantalones en el taller del tío Ricardo, el hermano de su madre. En un principio, su tío la mantuvo de aprendiz mientras le iba enseñando el oficio de pantalonera, para que pudiera tener un trabajo extra. Al año de estar allí, el tío Ricardo enfermó y en pocos meses murió. Ninguna de las oficialas se quiso hacer cargo del negocio, así que Silvana tuvo que buscar trabajo.

Y lo encontró gracias a su abuelo Francesco, el contable. Los dueños de la sastrería “Il mondo elegante” eran unos antiguos conocidos de su abuelo. Silvana era lista, entendía el oficio. Además era una chica risueña, sabía sonreír en el momento preciso, tenía una conversación agradable y el saber estar  que se necesitaba para un negocio así. Con el tiempo incluso tuvo un  romance con el nieto pequeño de los patronos, pero cuando estaban a punto de casarse, Bruno murió en un accidente. Silvana asumió el papel de viuda joven, de mujer soltera para toda la vida. No le faltaban pretendientes, pero ella no tenía ni el humor ni las ganas de volver a enamorarse. Su vida estaba dedicada a cuidar de la frágil salud de su madre viuda y a enderezar los entuertos de su  hermano  Luigi.

El señor Antonio y su mujer, doña Concetta, eran de los pocos asiduos al comercio de la Piazza Garibaldi, tanto que, compraran o no, todas las tardes se daban una vuelta por la tienda y hacían compañía a Silvana un rato. Don Antonio había sido procurador en la Judicatura, no tenían hijos y disfrutaban de una buena situación económica y mucho tiempo libre. Eran una pareja de rutinas: pasear por el barrio, sentarse a tomar un café, una limonada o un chocolate en la terraza del Casino, pasar un rato con Silvana en la sastrería... La señora Concetta era una anciana tímida pero de muy buen conformar, todo lo que hacía su marido le parecía bien. Eran la pareja ideal, nunca se peleaban e iban  del brazo y se sonreían cada pocos pasos. Silvana los apreciaba y envidiaba. Si su madre hubiera tenido ese entendimiento con su padre, que le hizo sufrir lo indecible; y si ella hubiera podido casarse con Bruno…

Luigi sabía que en la tienda de su hermana no había mucho negocio pero sí que de vez en cuando se dejaban caer clientes con posibles. Más de una vez le propuso a Mario dar un golpe allí, pero Mario estaba perdidamente enamorado de Silvana y siempre declinaba la oferta de Luigi.

El plan de Mario tenía que ser espectacular. Era tiempo de feria, y como todos los años, el circo llegaba a la ciudad. Un viejo circo para una pequeña ciudad. Mario conocía al chico que se encargaba de limpiar las jaulas de los animales, de darles de comer… Era un circo muy pobre, solo tenía un elefante desdentado, tres perritos caniche que hacían volteretas sin parar, y una vieja serpiente que no tenía ni veneno pero que era el reclamo del circo. ¡Ese era el plan! Usar al reptil como arma intimidatoria para perpetrar los atracos. ¡Nadie querría ser mordido por una serpiente! El impresionante ofidio tenía nombre, y por extraño que parezca, respondía a él. Gina, se llamaba Gina, por la Lollobrigida. El domador, que solía actuar disfrazado de faquir de la India, contaba que en su juventud había tenido un affaire con la Lollo, y que su vieja serpiente se la recordaba…

Mario se dejó convencer por Luigi y decidieron ensayar un primer golpe con Gina en la tienda de Silvana. Por supuesto, tuvieron que aceptar al muchacho del circo como parte de la banda. Las negociaciones fueron duras, la parte del botín a repartir entre los cuatro no quedaba muy equilibrada con sus exigencias, pero al final aceptaron;  él era quien podía manejar mejor a Gina.

Y llegó el gran día. Tras días de observación, seguimientos a los clientes más asiduos, en este caso el señor Antonio y su esposa, doña Concetta, decidieron actuar. Mario se quedaría en la esquina con la vespa del hermano de Piero, que era repartidor de pizzas y que tenía un cajetín de carga trasero. Ahí llevarían a Gina. Piero, Luigi y el muchacho del circo entrarían en la tienda con la serpiente como arma. Su cuidador sujetaría la cabeza, Luigi la parte trasera y Piero se encargaría de desvalijar la caja y llevarse alguna corbata de seda, algún guante de cuero o cabritilla para poder vender en el rastro…

Tenían los relojes sincronizados con el de la catedral, el más cercano a la plaza y que se veía desde la tienda. Las seis menos cinco. Faltaban cinco minutos para ponerse en marcha. Las seis en punto. Estaban listos. Dentro, Silvana, don Antonio y doña Concetta charlaban animadamente. La puerta estaba abierta pues no había aire acondicionado ni ventilador y total, daba lo mismo. No dio tiempo para nada, ni para gritar del susto. La sola visión de aquella cabeza, de aquella lengua viperina moviéndose sin control, de aquellos colmillos y aquellos ojos amenazantes dejó a los tres paralizados, sin habla. Gina apuntaba directamente a los pechos de Silvana y esta no tuvo más remedio que coreografiar su miedo para evitar tan siniestro mordisco. Los atracadores llevaban las cabezas completamente cubiertas, era imposible saber quiénes eran, y eso le daba más intensidad a la escena. Piero, Luigi y el chico, lo tuvieron fácil.

—Buona sera, siñorina, esto es un atraco—dijo Piero, impostando la voz como los actores de teatro clásico—si nadie se pone nervioso y no hacemos ninguna tontería, nuestra amiga Gina no tendrá necesidad de actuar. ¡A ver, abra la caja, rapidito que hay prisa!
—Caballero…—balbuceó don Antonio— Mire usted, todavía están a tiempo de arrepentirse…
—Usted, mejor calladito, abuelo, que si nos salimos del guion, va a ser peor para todos—contestó Piero, mientras hacía un gesto al muchacho del circo para que amenazara a los viejos con Gina.

La pobre doña Concceta, se meó encima. Luigi no pudo reprimir una carcajada, pero enseguida bajó los ojos y sujetó con fuerza la cola del reptil. Gina movía la cabeza de izquierda a derecha, como si dudara a quien clavarle los colmillos, el viejo parecía apetitoso, pero la abuela estaba más rellena… Al instante la sacaron de dudas y le pusieron delante el sinuoso cuerpo de Silvana, ¡eso ya era otra cosa!

En la caja no había casi nada, salvo por el dinero que los dueños habían depositado a la mañana para pagar unos trajes que estaban pendientes de llegar, y que estaba en un sobre marrón en el fondo, el resto era calderilla sin importancia. Piero dominaba la escena, se sentía seguro. Echó mano de un par de camisas y unas cuantas corbatas, unos cinturones, algún par de guantes, pañuelos... ¡Y aún tuvieron tiempo de despedirse y dar las gracias!

Mario, inquieto, esperaba en la Vespa con el cajetín abierto. Pero de pronto, se apeó, soltó el cajetín, lo dejó en el suelo y volvió a montar. Tiró el cigarrillo que estaba fumando. Sabía que estaba haciendo mal, pero arrancó y dobló por la esquina de la catedral tomando la carretera que va hacia el río.

Según salían de la tienda, Gina ya estaba enrollada y lista para dormir en el cubículo que le había preparado. La bolsa con lo afanado la llevaba Piero en bandolera. ¿Y Mario, dónde ostias estaba Mario? No había rastro de él.

—El muy cabrón se ha largado, se ha largado y nos ha dejado con todo el paquete. ¡Cuando lo coja… se va a enterar!—maldijo Piero mientras los otros dos intentaban meter a una rebelde Gina en el estrecho cajetín, que al menos había tenido el detalle de dejarles… No había tiempo que perder.
—¡Vamos, vamos por la parte de atrás, agarrad el bicho como podáis y vamos, deprisa!— ordenaba Piero mientras corría en dirección a la Vía Vecchia, la que se alejaba del casco antiguo hacia los arrabales de la ciudad, donde estaba el circo. Tal vez pasara uno de los tranvías del extrarradio… Faltaba una hora para que Gina actuara enroscándose en el cuello de todo aquel que quisiera probar una experiencia excitante. Hubo suerte. Piero, Luigi y el cuidador de Gina tomaron el tranvía que los dejaría cerca del circo dentro de diez minutos.

En la tienda, Silvana, don Antonio y doña Concetta se recuperaban del susto riendo y llorando, abanicándose con unas viejas revistas de moda masculina. Nadie pensó en llamar a la policía, al menos en ese momento, ni el viejo procurador. En cuanto se les pasó el susto, Silvana hizo recuento de lo sustraído y lo apuntó cuidadosamente con una perfecta letra redondilla a pesar del temblor de manos. Enseguida imaginó de dónde podía venir semejante hazaña y agradeció la discreción del señor Antonio. A la noche hablaría con Luigi. Pero tendría que dar una explicación a sus jefes, llamar a la policía, algo… No se veía capaz.

Les miraban raro. Tres tipos demasiado abrigados para la altísima temperatura de la que todo el mundo intentaba protegerse, sujetando no se sabe qué. Un bulto demasiado grande, demasiado largo, demasiado… sospechoso. Ellos, nerviosos, buscan sitio en la parte trasera del tranvía, pero Gina, ansiosa por salir a escena, empuja con furia y logra sacar la cabeza y un buen trecho de su resbaladizo torso. Hace amago de saludar al respetable. Gritos. Era de esperar. Pero ella, lejos de acobardarse, se siente halagada y en un alarde de vanidad consigue enroscarse a la barra metálica del centro. Está fría. Mejor, así  se desliza sin problema. Repta hasta el techo, y desde allí  inicia su protocolo de saludos y reverencias. Hipnotiza. Piero, Luigi y el chico del circo no pueden hacer nada, dejan que sea ella la que resuelva el problema. Ahora es la protagonista total, puede presentar su número de baile, el que le boicotean cada vez que lo intenta. No necesita música para moverse. El  tranvía ha parado y todo el vagón la está mirando, más bien admirando, y ella lo sabe. Se crece, y entonces intenta lo más difícil: enroscarse a ella misma. Se entusiasma rodeando su propio cuerpo, entrando y saliendo por los puentes que ella misma va levantando. Apoteosis. El público entregado. Lo nota. Es su momento, hace un último gesto de gloria, se estira, se anuda… Y aprieta, cerrando así todo resquicio que le devuelva el aire, la vida. Ha merecido la pena: todos esos ojos fijos en ella, sin miedo, con admiración, con respeto. Todavía oye los aplausos. Todavía le da tiempo a un último saludo. Le cuelga la lengua, la cabeza cae de golpe, el cuerpo queda allí, atado y enroscado a la barra del vagón del tranvía 334, el que tiene su última parada justo frente a la carpa del circo que todos los años visita la ciudad en época de feria…  Piero, Luigi y el chico bajan del tranvía, atrás dejan a una Gina en toda su gloria, autoinmolada ante un público inesperado.

Mario esperaba junto a la marquesina.

Las preguntas de la policía habían sido muchas, demasiadas, tal vez por lo novedoso del arma utilizada para el atraco. ¿A quién se le puede ocurrir usar una vieja serpiente para robar? Estaban confusos, todos. Nunca habían visto un modus operandi semejante. Los tiempos avanzan, apuntó el sargento de los carabinieri mientras se atusaba los bigotes y ponía pose de mirar al infinito (alguien le había dicho que esa postura intimidaba, por el carácter intelectual que imprimía al suceso). Silvana estaba cansada, había sido un día muy intenso, diferente, divertido en el fondo.



Al cerrar la tienda, observó que alguien se paseaba nervioso en la acera de enfrente, como si la estuvieran esperando. Cuando bajó la persiana y echó el candado, al volverse vio a Mario parado frente a ella. Estaba guapo, el pelo engominado hacia atrás, con una media sonrisa y una mirada que la hizo sonreír. Lo miró mejor y entonces distinguió la camisa celeste de Visconti que estaba preparando para poner en el escaparte justo antes del atraco. Había que reconocer que le quedaba perfecta, sus ojos azules resaltaban todavía más con ella. Buona sera, siñorina, le dijo. No lo pensó, se enganchó de su brazo y dieron la vuelta a la esquina con paso firme, sin miedo.




Dibujo: Walter Molino, vía Jon Bilbao. Texto: Edurne

3 comentarios:

Myriam dijo...

¡Qué relato! Con ritmo trepidante del aburriemto a la aventura. Y esa Gina, imperdible. Lástima que se inmolara, pero claro, nunca antes había tenido tanto público. Y un arma muy original para un atraco, la verdad.

Besos, Edurne


Pedro Ojeda Escudero dijo...

Este relato, no sé por qué, me ha llevado a un verano de hace muchos años. Cosas mías.

Edurne dijo...

MYR:
Eskerrik asko!!!
la verdad es que Gina se desmadró y lo pagó caro...
Muxuak!
;)

PEDRO:
¡Gracias por tus visitas, Pedro!
¡Ay, los veranos de otros tiempos...!
Que pases uno bueno.
Besos.
;)