domingo, 8 de octubre de 2017

CUALQUIER DÍA ES BUENO PARA MORIR




Mi Luisito me miraba sonriente con sus bigotes de cigala desde la pantalla del móvil, y yo no podía enseñárselo a su abuelo, ni decirle, ¡mira, Felipe, mira nuestro Luisito qué gracioso él! No podía mover la cabeza, tampoco podía hablar, aunque lo intentaba, pero ninguna palabra salía por mi boca, algo se me había incrustado en la garganta, algo largo, metálico y gomoso a la vez: uno de los limpiaparabrisas del coche. Sé que tenía la mano izquierda apoyada en el muslo de mi marido para llamar su atención. Ya no sentía nada. En un instante, mientras el otro coche se nos echaba encima, mi vida escribía su último capítulo. Quería plegarme como un bebé pero no me dio tiempo. ¡Felipe, frena, por Dios, frena! Un golpe, dos… gritos. Silencio.

Mirando de reojo podía intuir que las gafas de Felipe habían saltado de su cara y estaban entre el cristal frontal y el amasijo formado por el volante y el salpicadero. Podía ver una patilla apuntando hacia arriba. Con el único  ojo que me servía, pude hacerme una composición de lugar: habíamos tenido un accidente. Lo que yo creía que era imposible, había ocurrido. Felipe no respiraba, no se movía, no me llamaba… Estaba muerto, tenía que estarlo. Tal vez yo también lo estuviera.

Entonces me di cuenta de que frente a mí tenía dos caras, o lo que quedaba de ellas. La más cercana, la de una mujer de pelo rojo y ensortijado, revuelto y enredado en su cuello, tenía la boca abierta y los ojos espantados, como si quisiera ahogar un grito. Parecía una de esas gárgolas de las catedrales del medievo. La otra cara, junto a la de la mujer, susurrándole palabras de horror, era la de lo que quedaba de un motorista con su chupa de cuero. Yo lo veía de perfil, malamente, y con el único ojo sano, pero aun así era fácil suponer que también estaba muerto. Lo que yo veía era un montón de pelos, sangre y vísceras. Los sesos se le escapaban despacito, resbalando por el parabrisas, y la oreja izquierda, intacta, pegada al cristal como queriendo oír lo que ocurría afuera. Silencio.

Enseguida fui consciente de que estaba completamente atrapada. ¿Cuántos segundos había durado el impacto, dos, tres, cuatro, cinco…? No lo sabía, no podía recordar nada, solo mi risa, el ceño fruncido de Felipe, la lluvia persistente, unas luces de frente, la brusca frenada, el ruido, ese ruido por dentro de mi cuerpo, de mi cabeza, y todo que estalla…

El impacto había provocado que el asiento se desplazara hacia adelante con tanta fuerza que no sabía qué partes de mi cuerpo podía mover. Mi mano derecha, que sujetaba el móvil con la foto de Luisito, era lo único que me daba una pista de lo ocurrido, lo único que me unía a la realidad. Pero hasta mi pequeño empezaba a cansarse y poco a poco se iba apagando hasta dejarme allí sola, sola con tres muertos a mi cargo y en mi conciencia.

Los dos coches habían quedado unidos en un beso mortal, y aquel motorista, como una flecha perdida, se había atravesado en nuestros caminos. Un coro de hierros, chapas retorcidas y cristales rotos, ponían el contrapunto a una lluvia ácida, sucia y sin música. Otra vez el silencio. De los motores salía un humo que poco a poco se iba convirtiendo en una espesa cortina con la que ocultar lo absurdo de la muerte. Las gotas de lluvia, furiosas, caían sobre mi cabeza. Era el castigo por haber querido compartir mi alegría con Felipe y burlarme de su exagerada prudencia. Ya nada tenía sentido.
¡Adiós Luisito, mi amor, pronto comprenderás que cualquier día es bueno para morir!





Imagen: Internet.  Texto: Edurne (sujeto a todos los cambios que ya estoy viendo que he de hacer. Permanezcan atentos a su pantalla.  Muchas gracias)