domingo, 31 de diciembre de 2017

LAS UVAS DE LA IRA (Sic.)



Hoy terminamos, se cierra el chiringuito y a esperar sentados a lo que vaya llegando.

Esa es una forma de enfrentarse a lo nuevo. Otra es ir a buscarlo. Soy más partidaria del segundo método que del primero.

Ayer les prometí que me asomaría de nuevo por aquí con las uvas, como todos los años. Bien, aquí las tienen ustedes. Hagamos las presentaciones: aquí unas uvas, aquí unos amigos.

Las uvas de la ira. Ya sé que la palabra ira suena muy airada, agresiva y altanera, pero, qué quieren que les diga, algo iracunda ya estoy yo. Rabiosa diría más bien. ¡No me digan que no es mala suerte terminar así el año, y entrar en el nuevo exactamente igual de arrugada! Porque sigo en el mismo plan, exactamente igual.

Me ha dado por pensar que lo mismo estoy en plena catarsis, limpieza de cuerpo y alma, ¡yo qué sé! El año no ha sido bueno. Hace tiempo que no sé de alegrías, aunque sean chiquitas, que me conformo con seguir avanzando día a día, y que no es poco, lo sé, pero…

Todavía estamos sufriendo los últimos coletazos de Bruno (si al menos hubiera sido Bruno Lomas…), y a los vientos ciclogénicos (¿o será ciclogenésicos explosivos?), le están sucediendo tres días de temperaturas más que benignas para esta época. Decididamente no es normal. Todo esto no es más que una manifestación de cómo es todo lo que nos rodea. Al buen entendedor, le sobran las palabras.

Ya comentaba estos días que esto del paso de un año a otro es algo más psicológico que otra cosa, puesto que después de las famosas campanadas, los atragantamientos con las uvas, risas, lloros, abrazos, besos, brindis, buenos deseos y demás… todo seguirá igual. Nos miraremos al espejo y ese granito en la mejilla seguirá igual de reventón, los kilos de más se mantendrán en sus trece; los niños del vecino seguirán dando la murga como cada noche, y tú tendrás que volver al trabajo para ganarte las lentejas…

Pero es como una ilusión infantil la que nos arrastra año tras año a la misma parodia. Yo suelo recordar mis navidades de la infancia, las de la adolescencia, incluso las juveniles. Ahora no es lo mismo, y en realidad, estoy deseando que acabe todo cuanto antes. Las razones son más que evidentes. Ahora que ya pertenezco por derecho propio al mundo de los adultos de verdad, soy totalmente consciente de lo que significa la vida.

Pero no vamos a languidecer más de lo necesario, de lo estrictamente necesario, así que alzo mi copa virtual por todos ustedes, por todos nosotros, por todos los demás, los parias de la Tierra, los que arriesgan sus precarias vidas en busca de una pequeña esperanza y a veces lo que encuentran es… ¡De sobra sabemos lo que encuentran, aunque miremos hacia otro lado!

¿Qué puedo pedir para el próximo año? Por pedir… Pero lo primero que voy a pedir es SALUD, porque con ella puedes enfrentarte a todo lo que te venga. Después voy a pedir AMOR, porque con el amor como abrigo, mantendremos calientes nuestros sueños y nuestras esperanzas; y por último voy a pedir también PAZ, porque sin ella, nada se puede construir, y porque nos la merecemos, merecemos vivir en un mundo en paz y próspero. ¿Tan difícil es?

Que la vida les sonría, ¡y ustedes a ella!

¡FELIZ AÑO NUEVO 2018! URTE BERRI ON 2018! FELIÇ ANY NOU 2018!


Texto, foto y manipulación: Edurne. Uvas: de la cocina de mi amatxu.


sábado, 30 de diciembre de 2017

¡ME HA MIRADO UN TUERTO!


Estoy convencida de que me ha mirado un tuerto. No sé si este mismo de la foto u otro con más mala leche...

Aguanté la semana pasada arrastrando el alma y las pestañas. Últimos días del trimestre: notas, charlas individuales con cada uno de mis pupilos, ánimos y arengas, discursos y chapas de maestra Ciruela, entrevistas con madres, claustros y reuniones de última hora; sustituciones a tutiplé, virus desmadrados que me perseguían por los pasillos y dentro del aula; amigo invisible, mensajitos y regalos; cantar Olentzero por el barrio, lunch de Navidad y última tarde en clase con merendola y discoteca incluído.

Lo de después ya se lo saben: recados, compras de última hora, ¿qué le regalo a X, qué a Y y qué a Z...? Una locura. ¡Y eso que en esta familia somos de un tranquilo!

Llega el domingo: pequeña quedada al mediodía y después, ancha es Castilla. 
El día de Navidad ya solo me levanté de la cama para comer algo.

Y desde entonces así estoy, que no vivo en mí, la fiebre me sube y me baja, el cuerpo no me responde, el estómago se me revuelve a la mínima, toso y me reviento, estornudo y me mareo... ¡Y encima ciática, para remate de los tomates!

¿Qué habré hecho yo para merecer esto? A ver si va a ser por suspender tanto (y eso que he regalado a manos llenas)... O sea, yo, portarme, me he portado más que bien, así que no lo entiendo.

Me he levantado para ver cómo me responden las piernas y el cuerpo un ratito así a lo loco por el pasillo y sentada en el sofá, pero me está pidiendo cama a gritos. Comeré, sin ganas, pero comeré y al sobre otra vez.

Mi última semana de vacaciones, la próxima, que siempre la paso en Madrid, la he tenido que anular, con eso les digo todo. El Foro tendrá que venir al Botxo.

Estas situaciones son muy normales entre los de mi gremio, estamos ahí, a tope, trabajando malos, y cuando ya estamos de vacaciones hacemos cataplaf y hala, la diversión asegurada. Menos mal que tenemos "muchas vacaciones", así los chavales no se quedan una semana sin sustitut@, nuestros compas no tienen que cargar con más de lo que ya llevan por tener que pasar cada hora que alguno libra por nuestra tutoría, los alumnos no se desmadran...

¡En fin! Paciencia, humor y ánimo, no queda otra.
Mañana me asomaré por aquí con las uvas, como todos los años. Ya les contaré cómo prospero.
Espero que ustedes se encuentren mejor que una servidora. Un abrazo.



Foto: Internet. El de la foto: Jack O'Neill, surfista tuerto y visionario. Dibujo: Internet. texto: Edurne

domingo, 24 de diciembre de 2017

NAVIDAD, NAVIDAD...


Navidad número 11 en esta Orilla. Las tradiciones, son las tradiciones, así que... 
¡Ya es Navidad en La Orilla! 

Lo sé, lo sé, sé que les ha venido a las mientes cierta cancioncilla publicitaria de ese gran almacén al que todos vamos, en mayor o menor medida, a gastarnos los cuartos, ya sea Navidad o no. Lo siento, sin quererlo les estoy haciendo el favor. ¡Borren, borren estas elucubraciones mías! Y echémonos unas risas juntos, que así es más fácil espantar a las penas, a los miedos, a las soledades...

Hoy ha amanecido espléndido el día, fresquito, pero soleado. Es domingo y se hace raro que ya sea Nochebuena. Los ciclos de la vida se repiten una y otra vez, lo que cambia es nuestra percepción del hecho festivo. Evidente. Los años, las experiencias, las alegrías o las penas, pérdidas, cansancios varios, incredulidades, varias también, decepciones... Pero todavía queda un poquito de esperanza por ahí, ¡cómo no! Nos agarraremos a lo bueno que tenemos, que, aunque nos parezca que es poco... les aseguro que es mucho más que nada.

Nuestra tradición nos lleva a juntarnos alrededor de una mesa, a comer, a beber, a reír... Quiero pensar que hay algo más. Algo más que no necesariamente ha de darse solo en Navidad. Recojamos pues esos flecos que se nos quedaron enredados entre olvidos y malentendidos, perezas y enfados de niño chico...

Yo les dejo hoy mi cariño y agradecimiento por tantos años de acompañamiento, y mis mejores deseos de PAZ, de AMOR, de SALUD y TRANQUILIDAD.
¡Que sean ustedes felices, que amen y sean amados, y respetados no únicamente por lo que son, sino por cómo son!

¡Un gran abrazo!

¡FELIZ NAVIDAD! EGUBERRI ON! BON NADAL!

* Mientras escribía estas líneas sonaba mi móvil. Era mi vasca-venezolana-catalana preferida, mi amiga Mirentxu. No he podido atenderla, lo haré dentro de un rato, porque ahora también he quedado con mi amiga Anparitxu... Y en uno de estos días también espero quedar con mis otros grandes amigos, Joseba y Marga.

Foto: Aitor. Texto: Edurne

miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA RÍA Y YO



Tenía los ojos risueños, y verdes, como la esperanza ésa que te venden cuando eres un poco más mayor. Lo veía todo hermoso, a pesar de la lluvia gris y con olor a un mar de hierro que amenazaba con tragarse las orillas de mi infancia.

Todo estaba en orden en aquel rincón entre Marzana y el Conde Mirasol, frente a la Ribera y el Mercado, allí donde la Ría se hacía mi amiga y me contaba historias de piratas de tres al cuarto, de mujeres de plástico que se rompían al caminar con aquellos tacones hechos de humo y desengaño tras desengaño.

Aquel rinconcito por el que un día bajaba el viejo armario de cualquier bisabuela, herencia olvidada, guardián de cuántas historias que habitarían para siempre en los lodos de la Ría, gargantúa insaciable.

Por la parte de La Plaza, besugos descabezados, vísceras de congrio y merluza, raspas de anchoítas de plata, escamas de dorada, cariocas con la boca abierta del susto, y  chorongos, qué risa y qué asco,  aderezando la mezcla que la marea subía y bajaba a su antojo. Y ese murmullo de voces constante. Y ese olor tan especial, ese Chanel nº 5 exclusivo del Mercado de la Ribera.

Por Marzana, la fábrica de hielo de La Merced, cerca de la iglesia, hoy santuario del rock, donde jugábamos los niños con las barras de hielo que nos encargaban y que casi nunca llegaban a casa enteras.

La Ría nos invitaba a mirar en su interior, exhibicionista, corruptora de miradas infantiles. Un tronco asomando en forma de extremidad fantasmagórica o un sillón desvencijado flotando lento, como un bailarín artrítico, hacían las delicias de nuestras horas perdidas, cuando el pan con chocolate Chobil era el mejor de los manjares, la merienda ideal para bajar hasta la Ría, a mirar, decíamos.

Cruzar el puente. Volverlo a cruzar. La vida en un lado. La vida en el otro. Y la Ría, Ría sucia, lenta, espesa, nuestra…

Color chocolate, chocolate espeso, como el de la merienda que nos preparaba amama cuando llovía y no podíamos bajar a mirar. ¿Cómo estaría hoy, alta, baja, brava, calma…?

¿Qué habría bajo sus aguas? Hoy puedo imaginar miles de misterios en sus fondos. Dicen que todavía hay muertos, ahogados, que han pasado a formar parte de ese submundo de la Ría. Yo solo veía gaviotas carroñeras hurgando del lado de La Plaza, atentas al menú del día, chillando…

Y nosotros allí, día tras día, vigías sin sueldo, controlando todo lo que la Ría traía desde La Peña hasta Santurce,  a ritmo de bilbaínada y de una a otra orilla. Podía pasar las horas muertas mirando a un lado y otro del puente del Conde Mirasol.

La vista me alcanzaba justo hasta el Punte de San Antón por mi derecha, y hasta la curva por donde quería asomar el Arriaga por la izquierda, con la estación de Santander. ¿Cuántos metros de infancia me alcanzan? Unos pocos, sí, pero kilómetros de recuerdos, de olores, de color, de ruido, de sentimientos…

Foto: Internet. Texto: Edurne




sábado, 16 de diciembre de 2017

HISTORIAS DE PARÍS (2) (2º Replay)




Violet et son petit chat Faustino.

Esta es la historia de la pequeña Violet, de su gato Faustino y del chocolate...

"El chocolate hace que olvide todas mis preocupaciones", decía Violet. Y por eso había decidido alimentarse única y exclusivamente de chocolate.

Desayunaba con chocolate; para comer, potaje de chocolate y laminillas de chocolate a la salsa del mismo, pero con menos intensidad... De merienda chocolate a la taza y para cenar un delicioso mousse del chocolate más negro.

Faustino se había aficionado a la misma dieta chocolatera de su dueña. ¡Y los dos eran felices! Aquí no vale decir lo de "fueron felices y comieron perdices..."

Violet compraba el chocolate en la petite chocolaterie del barrio, un barrio tranquilo a las faldas de Montmartre. 

Monsieur Mignon le preparaba sus encargos con un mimo especial. Violet era una niña encantadora, dulce, amable... Sería por el chocolate, pensaba él, además la fama de su chocolaterie, gracias a Violet, se iba haciendo cada vez mayor.

Todo el mundo quería saber el secreto de la felicidad de Violet y de la tranquilidad de su gatito Faustino. No había secreto alguno, la respuesta estaba en el chocolate de Monsieur Mignon. Así es que el negocio del buen hombre pronto empezó a llenarse de gente venida de todas partes en busca de su famoso chocolate.

El viejo Mignon no daba abasto, estaba desbordado. En el pequeño obrador situado en la trastienda de la chocolaterie, tan sólo trabajaban Madame Mignon y él, y ya eran mayores... Además trabajaban como antaño, con las viejas recetas de sus abuelos, artesanalmente y con mucho cariño, sobre todo eso, mucho cariño.

Visto el ejemplo de Violet y Faustino, todo el mundo quería olvidar "ses tracas", sus preocupaciones; y allí acudían políticos de renombre, artistas famosos, amas de casa abrumadas por sus responsabilidades, escolares desbordados de tanta actividad... Todo el mundo necesitaba del chocolat de los Mignon.

Así es que Monsieur et Madame Mignon decidieron "emplear" a Violet y sus amigos, sólo ellos podrían ayudarles en la dulce tarea de elaborar chocolate para tantísimas personas preocupadas. ¡Y Violet y Faustino pasaron a ser la imagen de la felicité et le chocolat!

Como ahora el chocolate era más concentrado, tan sólo se necesitaba una onza diaria para sentir los efectos benefactores de tan delicioso alimento, el alimento de los dioses, dicen...

Si pasan por París, no dejen de buscar a la petite Violet y a su gato Faustino... ellos les guiarán hasta la chocolaterie del viejo Mignon.

Et bon appetit mes amis!


Postal: parisina Texto: Edurne . 

Historia escrita y publicada por primera vez hace diez años y un día, y recuperada en el 2012 otra vez. Disculpen que sea pesada y vuelva a sacarla. Hace diez años que estuve por última vez en París, allí cumplí mis 48 ¡y no dejó de llover ni un solo día de los cinco que pasamos en la "ciudad de la luz"!  Nostálgica que se pone una...

jueves, 7 de diciembre de 2017

SIGO CUMPLIENDO



Sigo cumpliendo, sí, ¡y menos mal! Ya he cerrado mi año 58, así que en menos que canta un gallo, me planto en los sesenta, ¡en mi jubilación!

En fin, que no ando yo muy pródiga en apariciones blogueras ni producciones pseudoliterarias—evidente—, pero como siempre he celebrado mi cumpleaños y mi cumpleblog por estas ondas, compartiendo con todos ustedes… Aquí estoy, formalita, proclamando a los cuatro vientos que ¡HOY CUMPLO, OIGAN!

Y nada, que no les voy a dar ninguna lata, solamente agradecerles sus visitas y sus ánimos, entre bambalinas, o sea, en  silencio, o de “cuerpo” presente.

¡Muchas gracias! Mila esker! Moltes gràcies!

Mil gracias por estar y seguir ahí, al otro lado.
Siempre que llueve escampa, dicen…

¡Un abrazo enorme!




domingo, 3 de diciembre de 2017

SPANTAX



Eran las nueve de la mañana del 16 de septiembre de 1966. El DC-3 de la compañía Spantax, que volaba de Tenerife a La Palma había pasado todas las revisiones rutinarias antes de emprender el vuelo, pero ahora tenía un problema con uno de los motores, dos gaviotas habían impactado en su interior, algo que solo los miembros de la tripulación sabían.

Apenas habían transcurrido veinte minutos desde que despegaran del aeropuerto de Tenerife, cuando el paso rápido de las azafatas, mientras entraban y salían de la cabina de los pilotos, despertó el interés de casi todo el pasaje.

Martín, absorto en sus pensamientos, miraba a través de la ventanilla que tenía a su derecha, le gustaba ver el mar, por eso siempre que iba a La Palma pedía el mismo asiento. Ese mar azul verdoso que rodeaba todo el archipiélago, y que tanto le gustaba, ahora se le antojaba uno oscuro y sin fondo. Oscuro como la pena que le oprimía el pecho, y sin fondo como el abismo en el que guardaba todas sus frustraciones. Pero no había vuelta  atrás. Había tomado la decisión: no podía seguir engañando a María, ni a sí mismo.

Miró el reloj instintivamente, las nueve y dos minutos, después, casi a cámara lenta, movió la cabeza de arriba abajo del pasillo y de izquierda a derecha. Algo estaba sucediendo. 

De pronto desaparecieron los ruidos, solo veía al resto de pasajeros gesticular, cómo gritaban en silencio; a su lado, un señor que conocía de otros viajes y que parecía un hombre serio y frío comenzó a llorar mientras se santiguaba una y otra vez, compulsivamente. Las azafatas se empeñaban en esa coreografía inútil que nos hacen aprender al inicio de cada viaje por si ocurriera un accidente. Iban mal sincronizadas. Nadie les hacía caso, solo Martín se las quedó mirando con una sonrisa bobalicona. Si no fuera por el drama que se estaba viviendo en ese momento, parecía una película de cine cómico de Buster Keaton o Los hermanos Marx: sin voz, sin color, solo movimientos histriónicos…

Martín volvió a mirar el reloj: las nueve y tres minutos. Volvió a mirar por la ventanilla: salía humo del motor derecho. Volvió a mirar el mar: ahora sí que era negro y oscuro.

María. María se instaló en su pensamiento, agazapada y sujeta como una lapa. Y él se agarró a su recuerdo como cuando se refugiaba en su cuerpo buscando esa paz que solo ella sabía darle. Las nueve y cuatro minutos. La vida se reduce  a eso, a cuatro minutos, tal vez cinco, pensaba.

Gritos, lloros, rezos, súplicas, risas histéricas, órdenes incumplidas. Los pasajeros, sin los cinturones, vagaban por el pasillo del avión sin que las azafatas, cuatro muchachas jóvenes y presas del miedo también a pesar de sus sonrisas forzadas, pudieran hacer nada.
Y de pronto volvió el color a la escena, era el color del miedo. De eso sí que se dio cuenta Martín. Vamos a morir, dijo alguien, pongamos nuestras almas en paz y encomendemos nuestras vidas al Altísimo. Oremos. Padre Nuestro que estás en los cielos, acoge en tu seno las almas de estos tus siervos que van a entregar sus cuerpos mortales a las aguas…
¡Yo no voy a morir! Se escuchó decir a sí mismo. Y como fichas de dominó, primero una y luego otra y otra… se alzaron voces acompañando a su grito de esperanza. Las nueve y cinco minutos.

A través de la ventanilla, el humo había oscurecido todo y aumentado la negrura del mar, que como fauces gigantes se abría sin remedio ante ellos. Miró dentro de él. María seguía allí, sujetando su miedo.

Los asientos empezaron a moverse hacia adelante, bolsos, chaquetas, libros, botellas de agua… saltaban de un lado a otro sin dueño, síntoma de que el avión caía en picado, al menos eso es lo que Martín dedujo. Gritos. Se hundirían en el mar.

En la cabina de los pilotos, el comandante se aferraba a los mandos en un intento desesperado por amerizar antes de estrellarse en el pueblo de El Sauzal. Su instinto, más que las posibilidades reales de llevarlo a cabo sin mayores riesgos, fue lo que consiguió que la nave impactara violentamente en las tranquilas aguas donde faenaban los pequeños barcos pesqueros de la localidad. Aquella mañana quedó para siempre en las vidas de los lugareños como una de las mayores pesadillas que jamás habían vivido.

Dentro, el caos era total. No había nada que hacer, así que, para qué gritar, para qué llorar, para qué correr, para qué rezar… Martín no pudo evitar volver a mirar por la ventanilla. Agua, agua por todas partes. Las nueve y seis minutos y todavía estaba vivo. Su compañero de asiento había dejado de llorar y rezar, se había entregado a la fatalidad y sus ojos, abiertos y vacíos, ya no miraban, ya no veían.

De nuevo fue María quien lo empujó a escapar de su miedo. Había que salir de allí, como fuera. Poco a poco y esta vez sí, siguiendo las indicaciones de las azafatas, los pasajeros se fueron agrupando en una de las salidas de emergencia. El avión se hundía, tenían que salir y lanzarse al mar, era la única posibilidad de sobrevivir.

Martín fue de los últimos en salir. Antes de hacerlo, volvió la vista atrás y pudo ver dos o tres cuerpos inmóviles entre los asientos, las máscaras de oxígeno que habían saltado a causa del impacto y el equipaje de los portamaletas. Las nueve y seis minutos. Él solo pensaba en María.

Un salto, y las aguas de ese Atlántico que acunaba toda su vida, lo recogieron como una madre hace con su hijo. El avión, aunque pequeño, y a medio engullir por el mar, parecía un monstruo marino. Miró alrededor. Humo. Toses. Voces de alegría y gracias Dios mío, gracias. Allí estaba la joven madre del asiento delantero con su niño pequeño, el que le provocaba con la mirada desde que habían montado;  la pareja de ancianos que hacían ese ruta una vez al mes y siempre le saludaban con un buenos días, a ver si tenemos un vuelo tranquilo; las cuatro azafatas que sonreían a todo el mundo a pesar de las circunstancias, los pilotos seguramente que también estarían flotando por allí… Empezó a contar. Contó hasta veintidós. ¿Cuántos se habrían quedado dentro? No quería pensar en ello.

Ruido de bocinas. Las pequeñas embarcaciones de los pescadores se acercaban hacia esa reunión de náufragos improvisados haciendo señales y lanzando cualquier cosa a la que pudieran agarrarse. Martín aguantó hasta que casi todo el mundo estuvo a salvo. 

Cuando dos fuertes brazos lo izaron hasta el interior de la barca, el cuerpo se le descompuso entero, pero sonrió a sus salvadores. Miró su reloj, aún funcionaba: las nueve y cincuenta y tres minutos. Miró en su interior: María también seguía allí.


Imagen: Internet. Texto: Edurne (sujeto a muchos cambios también).