sábado, 21 de junio de 2014

DESDE MADRID CON AMOR (Crónicas del Foro LXI)



Corría el último fin de semana del mes de mayo, el que coincide siempre con el inicio de la Feria del Libro, y a la que procuro asistir todos los años.

Han pasado tres semanas desde estos eventos, pero ustedes ya saben que mis “tempos” ahora van  a otro ritmo, y si a eso sumamos un fin de curso agotador, repleto de cosas, de entrevistas y papeles y más papeles… pues comprenderán entonces que mi demora, casi está hasta justificada.

Esos días de fin de primavera que ya avanzan una temporada de calores y colores, son de los que me gustan a mí, de los que alegran el espíritu.

El ambiente en la city siempre arrastra al paseante, le lleva de la mano por calles y callejas, por escaparates, personas, monumentos… un disfrute colectivo y personal.

No voy a extenderme ahora en muchas más explicaciones pues ya está demasiado pasada la hora de esta Crónica y no es el caso de seguir dilatando por más tiempo su lanzamiento al éter…

En la Feria tuve unas cuantas sorpresas. Primero que encontré el libro de “Rosa-Fría patinadora en la luna” de María Teresa León y que estaba completamente agotado en todas partes… pero, allí mismo di con la Editorial de La Torre y casualidades de la vida… ¡lo tenían en uno de sus estantes!

Unos pasitos más allá del stand me encontré con dos compañeras de mi Taller de Escritura, Marta e Iratxe, que no sabía yo que iban a estar en Madrid… Más alboroto, fotos y risas. Caminamos un rato juntos, y ya nos despedimos deseándonos buenos libros.

Firmas, era día de firmas. Por allí estaban Mendicutti y Lorenzo Silva, junto a Atxaga. También Jesús Carrasco, al que casi fue imposible sacarle la foto… Almudena Grandes, muy grande ella... pero, firmando pitillo en mano, mal, muy mal. El cubano Leonardo Padura, muy simpático él. Y más, mucha más gente, nombres conocidos, otros no tanto, y también de los mediáticos, que de todo ha de haber en la viña del Señor.

Y por fin, di con mi querido Bernardo. Atxaga, Bernardo Atxaga, alias literario de Jose Irazu, es un tipo de lo más campechano. Se puso muy contento de departir con alguien del terruño. Platicamos largo rato, la verdad, y es que había muchas cosas que nos llevaban a otras y que, al final, como el mundo es pequeño, siempre encuentras un nexo de unión. Compré su último libro, “Días de Nevada”, que, aunque yo siempre le leo la obra en euskera, tampoco pasa nada, además es una traducción propia, de él y de su mujer, como él dijo: “es de confianza la traducción, así que tranquila.”

Pues nada, que me volví toda contenta, y con seis títulos en la mochila (de los que daré cuenta en la próxima entrada que procuraré que sea enseguida…).

Ha pasado casi un mes, el próximo fin de semana vuelvo a darme otra vuelta por el Foro. Ya les contaré lo acontecido más tarde.

Ahora, les agradezco la paciencia y todo lo demás. Que disfruten de esta crónica forera, aunque sea escueta.


Fotos: Antonio y Edurne

domingo, 1 de junio de 2014

LOS CABALLEROS DE LA CRUZ DE MALTA


Eran las cuatro de la tarde cuando el taxi lo dejó en la puerta principal del hotel. Enseguida se sintió como en casa. En cuanto descendió del coche y el taxista se dispuso a abrir el portamaletas, buscó con la mirada a Guillermo. Ahí estaba, solícito como siempre, saludándolo con amabilidad y ayudando a descargar el equipaje. Apenas lo encontró cambiado en este tiempo, si acaso un halo de tristeza que lo envolvía. Como era de suponer y al igual que en anteriores ocasiones, Guillermo no le reconoció bajo su nuevo aspecto. Habían pasado tres años desde la última vez que se había hospedado en el Ritz. Siempre pedía la misma habitación y siempre tenía suerte de que estuviera libre. Su teoría nunca fallaba, al menos hasta ahora: Madrid y el Ritz eran los lugares ideales para pasar inadvertido y a la vez para darse a conocer. Además allí estaba él, la otra poderosa razón por la que siempre volvía.

Una vez en el hall, se detuvo un instante para disfrutar de su regreso a este hogar que siempre le esperaba en cada una de las vidas que había inventado. Se llevó la mano derecha a la pequeña cruz de oro que colgaba de su cuello, la tocó para cerciorarse de que seguía allí y esbozó una leve sonrisa. Llegó hasta la recepción haciéndose notar, disfrutando con ese momento. Sacó su pasaporte ceremoniosamente, esta vez su carta de identidad venía con el escudo de la República Argentina: Héctor Fabrizi Olariaga. Ahora era un ingeniero argentino que venía a España para estudiar diversos proyectos.

Enseguida subieron a la habitación, miró el número grabado en la llave y lo acarició: 543, su número de la suerte… Dio una suculenta propina al botones y cerró la puerta. Una vez solo, se sintió más tranquilo. Besó la cruz y apoyando los brazos en la balconada, repasó aquel paisaje tranquilizador sin posar su mirada en ningún sitio concreto.

Regresó al interior de la habitación y comenzó el ritual de siempre. Primero, sacar la ropa de las maletas; lo hizo con el mismo cuidado con el que la guardó en el armario, perfectamente ordenada. En eso, reconocía, era un maniático. Había aprendido con su primera mujer a apreciar la buena ropa y a cuidarla. En especial las camisas; desde que se había aficionado a ellas las tenía de todo tipo y para cualquier ocasión. Después, se detuvo frente al espejo del baño y observó detenidamente su aspecto: la cara reconstruida por tercera vez; los ojos ahora verdes; el pelo un poco largo, liso y en tonos dorados, el complemento perfecto para su piel bronceada… Y lo mejor, de lo que más orgulloso se sentía, ese cuerpo moldeado, fibroso y musculado en su justa medida.

Una vez organizado todo, salió dispuesto a perderse en la ciudad. Casi sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron hasta las afueras, hasta su viejo barrio, que ya no era aquel enclave de chabolas en el que creció. ¡Cuánto había cambiado desde que se marchó de allí hacía… qué importaba cuánto! Y sin quererlo, su mente voló hasta los tiempos de su infancia y adolescencia. Por allí correteaba de chico con su hermano mayor, su ejemplo, su ídolo. Quería ser como él, sin embargo su camino se torció, casi sin saber cómo, hasta ser lo que era ahora. Daba igual,  no había vuelta atrás, él seguía con su huida hacia adelante mientras que Guillermo seguía siendo el hombre honrado y trabajador que siempre había sido.

La cruz de oro que colgaba de su cuello estaba fría. La tocó. ¿Seguiría teniendo Guillermo la suya? Esa sencilla joya era lo único que le unía a su pasado, lo único que mantenía un resquicio de pureza en su vida. Fue la abuela Cándida la que colgó esas crucecillas en sus cuellos de niños aquella mañana de Reyes de… ¡de hacía tantísimo tiempo! Quién sabía de dónde las sacó, aunque ella les contó una bonita historia acerca de su procedencia y, lo más importante, les obligó a jurar que nunca se desprenderían de ellas y que siempre serían hombres de bien. La cruz les ayudaría a ello. Eran «Los Caballeros de La Cruz de Malta»… Eso les hizo sentirse a salvo de todo mal. Él había cumplido solo parte del juramento, ¿y su hermano?

Seguramente Guillermo sí lo había hecho, pero él desde luego que no. No, él no era un hombre de bien. Cuando se inició en la carrera de «cazafortunas» sus planes eran otros, pero aquella aventura con su primera amante, con la que más tarde se casó y de la que heredó, se lo puso a tiro. Después de la primera vez, las demás fueron realmente fáciles. El gusanillo de la  buena vida ya le había picado y mantenerla… ¡era costoso! Ese nivel de vida exigía una solvencia económica que él no tenía, aunque estaba dispuesto a todo por ello. Incluso a traicionar a su propia familia para conseguirlo.

Después de la primera, llegaron… ¿cuántas? Ya no lo recordaba. El perfil de sus «protectoras» era muy parecido: mujeres algo mayores que él y ricas, por supuesto; viudas —éstas eran, sin duda alguna, las mejores—, solteras o casadas pero siempre solas o desencantadas de la vida. Mujeres con cierto estilo y todavía bellas, con el punto de vanidad adecuado para ser las víctimas idóneas. Que cayeran en sus brazos al poco de conocerlo era realmente fácil. Las pobres siempre estuvieron completamente entregadas a sus encantos, su protección y sus atenciones. Él también les regaló todo lo que pudo; les devolvió la autoestima y la alegría que les faltaba. Sin duda se sintieron amadas y, aunque en el fondo sabían que su amor era una mera transacción de intereses, no les importó, querían vivir intensamente ese último tren que pasaba junto a ellas. Con cada una aprendió algo que fue incorporando a su bagaje y que enriqueció su próxima actuación. Además, él mismo había evolucionado; su personalidad un tanto brusca del principio había sufrido una metamorfosis: su aspecto, su fluida conversación, su amabilidad, su cuidada historia… Y sobre todo, sabía hacerse totalmente imprescindible para ellas. Cada aventura podía tener un desenlace diferente. Pero fuera el que fuera, él siempre salía ganando. Sabía apostar a la yegua ganadora.

Ahora seguramente también, la siguiente apuesta estaba a punto de comenzar. Dos días después de su llegada se encontraba en el vestíbulo del hotel leyendo el periódico cuando aparecieron ellas, un grupito de mujeres maduras. El corazón le dio un salto, sintió que allí estaba la próxima. Leía por encima los titulares de las noticias  mientras no perdía detalle de todo lo que sucedía a su alrededor. Una de aquellas mujeres se acercó hasta donde estaba y le preguntó si podía sentarse en la butaca de al lado; estaba agotada, la ciudad tenía tanto que ver que, de seguir así, lo más probable era que necesitara un par de piernas nuevas. Y no dejaba de sonreír. Esa fue su presentación. A Fabrizi le pareció sencillamente encantadora. La oportunidad estaba servida. Charlaron durante un largo rato, todo lo que duraron las gestiones que sus compañeras realizaban en recepción hasta que una de ellas la llamó para que recogiera la llave de la suite. Tuvieron que despedirse.
—Ya sabe, si necesita algo, lo que sea, habitación 543. Héctor Fabrizi Olariaga a su servicio.
—Encantada, señor Fabrizi, ha sido un verdadero placer, seguro que volveremos a encontrarnos. Muchísimas gracias por su amabilidad y simpatía.

El anzuelo había sido lanzado así, sin esfuerzo alguno. Si no era ella, una rica viuda y además empresaria, según pudo averiguar, podría ser cualquiera de las otras; estaba seguro de tener más de una oportunidad para entablar conversación con ellas. A partir de ahí, todo lo demás fue poner en marcha su protocolo para estas ocasiones: seguimientos de forma discreta, conocer los gustos, las costumbres e intereses de la mujer… Una tarde, supo que ella regresaría pronto y deseaba hacerse el encontradizo. Cuando se iba acercando al hotel, vio a Guillermo hablando con el maître del restaurante. Los dos parecían algo tensos, su hermano agitaba las manos en exceso mientras hablaba. El otro intentaba calmarlo. Se paró a unos metros con la intención de escuchar parte de la conversación mientras simulaba hablar por el móvil. Por lo que pudo deducir, Guillermo estaba pidiendo ayuda a ese hombre,  dinero tal vez. Le pareció entender algo acerca de una doble hipoteca a la que no podía hacer frente para pagar los estudios del hijo, reclamaba favores no pagados… Al pasar junto a ellos, hizo notar su presencia y forzó un saludo. Cuando Guillermo se volvió, el brillo de una cruz asomó por entre su camisa; instintivamente, puso su mano en la suya.

Esperó toda la tarde con la intención de provocar un nuevo encuentro con su hermano Guillermo. Tuvo la oportunidad de hacerlo dos horas más tarde en la puerta del hotel. Lo saludó amablemente y le pidió fuego.
—¡Vaya tiempo extraño que tenemos hoy, eh! Y usted aquí, a la intemperie. Un trabajo duro, ya lo creo. ¿Lleva muchos años en el hotel?
—Pues sí, caballero, ya casi veinte años en este trabajo, y agradecido, porque tal y como están los tiempos… Y bueno, que a todo se acostumbra uno.
—Perdón por mi atrevimiento, pero antes, cuando nos hemos saludado en la calle, me ha llamado la atención el brillo de una crucecita que lleva colgada en el cuello… Si no es mucha indiscreción, ¿sabría de alguna joyería donde mandar hacer una parecida? Es que mi vieja colecciona cruces de oro y de cada lugar que visito suelo llevarle una.
 El semblante de Guillermo cambió totalmente. Sacó la cruz y se la enseñó dejando escapar un profundo suspiro. Después, no escatimó detalles.
—¿Ésta? Sí, pues mire, nos la regaló mi abuela hace muchos años, cuando éramos niños…
—¿Nos? ¿Eran varios hermanos, quizá?
—No, varios no. Yo solo tuve un hermano. Un hermano al que adoraba y que llevaba otra igual que ésta. Nos llamábamos «Los Caballeros de La Cruz de Malta»… Mi abuela nos hizo prometer dos cosas: que no nos separaríamos nunca de ellas y que no nos apartaríamos del buen camino, como caballeros. Pero él  prefirió lo fácil, el engaño y la buena vida. Nos traicionó a mí y a toda mi familia.

El ingeniero Fabrizi se sorprendió de la confianza tan espontánea que le mostró al contarle la historia y que él revivió por dentro como si un perro le mordiera las entrañas. «Los Caballeros de La Cruz de Malta»… Sí, ésos eran ellos. En cuanto a Guillermo, parecía que esa historia le carcomía por dentro y esperaba la mínima oportunidad para vomitarla. Le habló de aquel hermano que se la jugó sin el menor escrúpulo y que había desaparecido para siempre después de haberse quedado con el dinero de la venta de la casucha en la que habían vivido toda la vida, única herencia que pertenecía a ambos después de la muerte de la abuela y los padres. Les dejó en la calle a él y a su mujer con un niño pequeño y, además, ella estaba embarazada del menor.
—Entonces, su hermano está…
Hacía años que no sabía nada de él, le dijo, ni quería saber; para él, su hermano estaba muerto. Muerto y enterrado.

Mientras escuchaba el duro relato de su propia vida de labios de su hermano Guillermo, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contenerse y mostrar sorpresa, incluso rechazo hacia semejante monstruo… Su cruz estaba fría, la notaba contra su pecho como un carámbano. Se dio asco. No pudo seguir manteniendo la mirada de su hermano y prefirió volver a la habitación.

Iba ensimismado en estos pensamientos y casi no se dio cuenta de que su nueva amiga esperaba junto a él para subir en el ascensor. En ese instante se le olvidaron los problemas de Guillermo y desplegó sus mejores artes en el trayecto hasta la quinta planta. No podía desperdiciar semejante ocasión. Así que se lanzó al ataque.

Al día siguiente la puerta de la suite de la viuda se abrió y el ingeniero Fabrizi salió de ella con una sonrisa en la boca. Atusando el cabello con una dejadez estudiada, se volvió y lanzó un beso a su nueva conquista que, insinuante y envuelta en una toalla de suave algodón, se despedía de él hasta la hora de la cena.

Fabrizi ya tenía planificada su nueva vida. Enseguida partiría de su querido Ritz, no sabía cuánto duraría el futuro que acababa de fraguarse entre esos robustos muslos de vieja amazona y sensuales sábanas de seda, pero le esperaban, sin duda, unos meses prometedores.

Dos semanas después de su llegada al Ritz, lo abandonó con su nueva amante, que le había prometido de todo a cambio de su juventud y compañía. En la recepción dejó un sobre para Guillermo. Dentro  había una pequeña cruz de oro, igual a las suyas, con un nombre grabado en el anverso. Su verdadero nombre, aquél que tuvo en su primera vida. Junto a la cruz, un cheque al portador por una cantidad más que considerable con una breve nota: «La abuela Cándida estaría orgullosa de sus  caballeros, ahora, sí».

El cielo de Madrid estaba exultante, de un azul intenso. El ingeniero Fabrizi se palpó el pecho. La pequeña cruz volvía a estar a la temperatura ideal.



 Foto y Texto: Edurne Imagen Caballero de Malta de Playmobil: Internet