miércoles, 6 de febrero de 2008

MÁS CORNÁS DA EL HAMBRE


Martín Serrano, “Martinete”, tomó la alternativa en plena feria de San Isidro, un 15 de mayo, día del santo patrón. Había luchado mucho para llegar hasta allí, para estar en esa plaza de Las Ventas y ser introducido en el Parnaso de los toreros, en el templo de la sacrosanta Fiesta Nacional. Y había peleado para que fuera de la mano de su admirado “Pepín de Ronda”, sin lugar a dudas, el maestro de toda una generación de jóvenes matadores como él.

Aquella tarde, jueves, lucía un sol espléndido, orondo y bonachón. El cielo, raso, libre y azul, sonreía desde su púlpito y mandaba su enhorabuena.
“¡Más cornás da el hambre!”. Esa frase era como un catecismo aprendido a fuerza de eso precisamente, del hambre. De donde él venía, conservaba consigo una maleta llena de estrecheces, de fantasmas, de miedos y sobre todo, de hambre, hambre de todo tipo.

Miró al cielo desde la amplia ventana del quinto piso del Hotel Puerta de Toledo. Le pareció que alguien le sonreía desde allá arriba. Serafín le ajustó la torera y de paso, el tiempo.
- ¡Andando, maestro, que ya es la hora!
Y como un padre, lo acogió en su pecho con un fuerte abrazo. Martín suspiró hondo y lanzó una mirada hacia el pequeño altarcito dispuesto sobre la cómoda: velas, imágenes de la Vírgen de la Paloma, de Sta. Bárbara y de ese San José, que como su propio padre fue un hombre resignado a los mandatos de la vida.

Madrid vestía de gala, y en aquel año que corría, 1973, la Fiesta se vivía no sólo como un orgullo, un derroche de virilidad y espíritu nacional, sino también como una huída. Una huída hacia adelante, sin retorno ni posibilidad de marcha atrás.

Martín era un hombre hecho a sí mismo, y que a pesar de sus escasos años, ya había caminado por las oscuras sendas de la desesperanza. Pero aquella tarde, el mundo le sonreía. Todos esperaban lo mejor de él, no les podía defraudar.
Vestía de oro y grana, y con ese cuerpo prodigioso, su imagen reflejada en el espejo de la habitación, era como la réplica del mismísimo Apolo que hubiera bajado del Olimpo de los dioses a mezclarse con los mortales, en una tarde de sangre y arena…

El hall del hotel estaba repleto de periodistas y curiosos. Martín Serrano, “Martinete”, había suscitado gran interés no sólo entre el público y entendidos en la Tauromaquia, sino también en la sociedad en general. El caso “Martinete” era singular: su propia vida, la forma en que llegó al mundo del toro, su originalidad e innovación en el arte de Cúchares, la valentía y arrojo que había demostrado en su corta pero fecunda experiencia como novillero…
Todo eso hizo que despertara la simpatía y admiración de todo el mundo, y que su salto a la categoría de los elegidos hubiera sido tan rápido y sorprendente.
No había un solo rincón en toda la piel de toro donde no se hubiera oído su nombre alguna vez, donde no se hubiera hablado de él. “Martinete” era, representaba, al “héroe nacional”, aglutinaba en él todas las virtudes de una persona “como Dios manda”. Era el hijo que toda madre quisiera tener, el novio que toda chica soñaría como marido, el amigo noble y leal que cualquiera desearía. ¡No, no podía defraudar a todo un país!

Trató de esquivar a toda esa muchedumbre, de escabullirse a sus miradas… y como si fueran un único toro, los fue dejando atrás con todo tipo de suertes:
“de costadillo”, “recortes”, “cordobitas”, “naturales”… Sólo le faltaba entrar a matar… Y para cuando sus pensamientos quisieron volverse negros como el tizón, viscosos y espesos como el petróleo, Serafín ya le había empujado dentro del coche que enfilaba derecho hacia Las Ventas.

La negra montera reposaba sobre sus rodillas, como el pasado que dormía en su interior y que empujaba por salir; la sujetó y miró por la ventanilla. La primavera estaba en su clímax, los árboles lucían su vestido renovado y le saludaban con fresca sonrisa.
Serafín se percató de que algo sucedía y puso su mano sobre la de Martín.
- Tranquilo maestro, que todo va a salir bien.
Veía los pitones de aquellos Miuras que iba a torear embistiéndole sin piedad, una y otra vez… pero no eran los toros, eran sus penas, eran sus miedos, era su conciencia. No quería sentirse así y trató de disimular su arcada, el asco, el vacío en su cabeza, la nube en sus ojos… no quiso. No quiso, y pudo.

Llegaron a la Plaza, y el murmullo, el jolgorio de la calle estalló en su cerebro como una potente bomba. Dejó a un lado sus tribulaciones, con un hondo suspiro volvió su mirada hacia Serafín, y le dedicó una amplia pero triste sonrisa.
Entró en la plaza protegido por los suyos, entre un escudo de capotes y monteras, con los aplausos de la muchedumbre arremolinada en las entradas.

El presidente de la plaza salió a recibirle. Le estrechó la mano, una mano grande, caliente y algo pegajosa; y con un leve empujoncito lo introdujo en la enfermería (qué comienzo, pensó). Allí estaba el cirujano de la plaza, Don Francisco Soto, una auténtica institución. Le dio un abrazo mientras sostenía un flamante Montecristo en su mano izquierda.
- Tranquilo muchacho, no hay de qué preocuparse, si ocurriera algo, estás en buenas manos.
Martín se estremeció, aunque le obsequió con una forzada carcajada.
- ¡Vaya cosas que tiene usted, don Paco!
Rieron.

Y allá, en el fondo, sentado en una silla, estaba José Sánchez, “Pepín de Ronda”, serio, enjuto, con los ojos bajos. Se puso en pie y caminó unos pasos hasta poder enfrentar su mirada con la de Martín, dejando al descubierto una gran cicatriz que cruzaba su mejilla derecha de norte a sur. Martín sintió cómo la emoción le cerraba la garganta y se apoderaba de su voz. El “Maestro” le sujetó por los hombros, esbozó una leve sonrisa y lo abrazó con una mezcla de rabia y desgarro.
- ¡Ánimo, maestro, que hoy saldrá usted a hombros y por la puerta grande!
Las lágrimas quedaron ahí, a punto de romper en diluvio. Fueron juntos a rezar y Don Julián, el capellán de Las Ventas, los bendijo con parabienes y mucha prisa.

Serafín y la cuadrilla estaban esperando en el callejón: El Toto, Juan, Sito y Manuel. Los capotes desplegados, haciendo pases ante toros imaginarios, citando con las banderillas a esos fantasmas que les esperaban en el coso de rubia arena. La música rompió el pesado silencio de sus pensamientos. Los alguaciles en sus caballos, vestidos con las galas propias, y detrás ellos, los protagonistas, el cartel completo: Armando Ríos, “El Rubio”, y sus hombres; José Sánchez, “Pepín de Ronda”, con su cuadrilla, y él, Martín Serrano, “Martinete”, con los suyos, dispuesto para su tarde de gloria.

Miuras. Los que esperaban en los toriles eran, ni más ni menos, que unos bravos y bellos ejemplares de la ganadería de Miura, los mejores, los más bravos, los más peligrosos…
Al son de un pasodoble se abrieron los portones y la comitiva taurina irrumpió en la Plaza, cegada por el potente sol y con la bendición del Santo.

De aquella tarde ya no recuerda más, no quiere recordar más. Ahí termina esa parte de su vida, el punto de partida y el final de la historia. Nadie dijo cómo empezaría, ni cómo sería el final… Todas las conciencias del mundo se levantaron en armas en su interior. Todos los miedos y las mentiras. Y ahí es donde decidió poner punto y final a todo.

Desplegó su capote, obsequió con una “verónica” al público arrebatado que se lo comía con su entusiasmo, echó a volar el rojo reclamo y a la vez, giró con arte sobre sí mismo. Saludó al respetable. Y haciendo un profundo hoyo de rabia encendida en el coso de su vergüenza, con esas manoletinas que estaban destinadas a pisar orgullosas todas las arenas de España y Latinoamérica… salió por uno de los burladeros justo debajo de los tendidos de sol.
Eran las seis y media de la tarde, la tarde de su ignominia. Acababa de deshonrarse y de ofender a todos aquellos que habían creído en él, que le habían apoyado y aupado hasta llegar allí. Pero ya era suficiente, ya había pagado con creces esa ayuda. Ahora había llegado su turno, ahora escupía su asco y su miedo a la Fiesta, lo escupía ahí, en esa arena que le reclamaba bravía.

Habían pasado los años. Su acto, cobarde para unos, valiente para otros, no pasó desapercibido, y no hubo mentidero en el que no se hablara de ello. Sí, habían pasado los años, y Martín Serrano rehizo su vida. Lejos, tuvo que marchar lejos, pero eso no le importó, nada le ataba, su deuda estaba saldada. “Martinete” quedó enterrado para siempre, allí, en el coso de los grandes, cubierto de sudor, de lágrimas, de vítores, de pitadas y sobre todo, de rabia, de mucha rabia.

Martín Serrano levanta los ojos del papel y mira por la ventana de su pequeña casa en Australia, la vista se pierde en el infinito. Pequeños puntos blancos que se mueven con tranquilidad, es el gran rebaño de ovejas de su vecino Fred. Vuelve a lo suyo. Se pone las gafas y sigue con la correspondencia. Esta vez tendrá que viajar a Japón, donde le invitan a dar unas charlas acerca del maltrato que sufren los animales. Martín, se ha convertido en un reputado activista por la causa animal, fundador de varias asociaciones, escritor de artículos, libros…Vive en paz con él mismo y con el mundo. Atrás quedó “Martinete”, que de vez en cuando le sonríe desde la oscuridad del olvido… y le brinda la faena de la tarde: “¡Gracias, maestro!”.
Postal: regalo de Lourdes a Silvia, préstamo de esta última Texto: Edurne

10 comentarios:

Edurne dijo...

Soy consciente de que nos falta conocer al Martín chico, al previo a este otro "Martinete".
Prometo sacar a la luz su historia.

Irantzu dijo...

O sea que el cambio es posible. Nunca es tarde, supongo.
Un saludo! :)

Edurne dijo...

Sí, el cambio siempre es posible, y nunca es tarde si la dicha es buena, ya sabes...
Gracias por tu visita!
Un abrazo.

sinver dijo...

Leo sorprendido de multiples formas este relato. Primero me sorprende un relato en esta orilla más amiga del verso y del comentario cotidiano que de estos menesteres. Me alegro y que sean muchos más.
Lo segundo que me sorprende es esa foto prestamo de Lupita: Un culo torero. No me paro a juzgar si es bonito o feo, pero es un pandero.¿? Que cosas os regalais las mujeres.
Tercero. Un relato antitaurino. Es curioso mientras parecía lo contrario no me costaba imaginarte como amante de la fiesta. Cuando se corrió el velo tampoco me costo lo contrario. Yo personalmente no tengo opinión. Nunca me ha interesado mucho la verdad. En su día vi alguna corrida del Juli en Bilbao (siempre por la tele)y me parecio una forma distinta de talento (la del torero se entiende). El sufrimiento del animal... bueno, no es que me parezca bien, pero me preocupa más el drama del mendigo que se pone en la puerta de la plaza. El día que no halla hambre en el mundo me preocupare de los toros (vale, vale, es un poco demagógico, pero es que no soy muy de bichos).
Últimmo. Aunque ya se intuye en el resto de tu literatas maneras, tienen una prosa fluida. El tema no me apasiona, pero me ha gustado el estilo.
No tienes nada de asesinatos, chiquita. Es por Martínez, que anda a la caza de algún caso que resolver.

Anónimo dijo...

Antitaurina total!
Sólo he estado en una corrida una vez en mi vida, y fue por puro no sé qué... y me juré que una y no más Santo Tomás!
No sabes el miedo, la angustia y la indignación que pasé, no veía la hora de que se acabara semejante barbaridad!
Pero este Martinete me cae simpático.
Relatos, historias... prometo más! Jejeje!
Pero desde ya le aviso, Don Sinver, su amigo Martínez jamás me pillará en maldad alguna!

Sergio Saavedra Rivera dijo...

Hey nueva amiga... que relato más notable... me sedujo desde el principio, aunque debo decirlo no entendía muchos de los "terminos", pero los fui comprendiendo en el contexto... la emoción de cada uno de los momentos de Martín... qué de cosas pasarían por su cabeza... qué admirable decisión... cabe en la categoría de héroes.. y además vive aquí en Australia, que ganas de abrazarlo y decirlo !admirable!...
Saludos

Tristancio dijo...

Me ha cautivado tu prosa... y tu palabra. Si el relato seguía por los derroteros de la tauromaquia, pensaba hacerte el mismo comentario, pero con el vuelco de la historia, me has ganado del todo. Yo si amo a los bichos, que no tienen voz para defenderse como el ser humano. Y sí, Martinete es un valiente en el ruedo de la vida...

Eres bienvenida a mis recovecos (benditos para ti), como seguro seré yo bienvenido en tu orilla...

Abrazo mío y de mis bichos :)

Edurne dijo...

SERGIO, TRISTANCIO:
Cuando escribí este relato, hace un par de meses, nada sabía de vosotros, ni de estancias en Australia, ni de huídas a Japón... casualidades de la vida, no os parece?
Me alegro de que os haya gustado.
Evidentemente soy antitaurina!
Y esta orilla está siempre abierta para quien quiera pasearse por ella, yo haré lo propio por vuestras cercanías, vuestras lejanías y recovecos varios...
Gracias por acercaros y dejar vuestra huella!
Un abrazo a los dos.

Anónimo dijo...

muy bien aprovechado el culo culero, bonita historia con su correspondiente giro. tb. soy antitaurina, quéraroigualquemigemela!!!.

por otra parte me gusta mucho esto de los nuevos horizontes y las nuevas latitudes. ¿cada vez se enriquece más esta orillita??

Edurne dijo...

Ya ves, gemelilla, los horizontes y las corrientes que se amplían, se cruzan... no está mal!