sábado, 19 de mayo de 2007

DIEZ SEGUNDOS (interludio)


Han pasado muchos años, demasiados, pero aún puedo oírla, aún puedo olerla, verla y sentirla. Aquellos diez segundos se convirtieron en la única razón de mi vida.
Al cabo del tiempo, y sin que nadie hablara de ello, ya que yo lo guardaba como el más preciado de mis tesoros, mi pasión prohibida... todo el mundo miraba el reloj, aquel de la Coca-Cola que estaba encima de la pecera que servía de oficina a Felipe, mi jefe. Todo el mundo sabía, todo el mundo miraba, mi cara y la suya. Era un secreto compartido, y cuando pasaban los diez segundos, de nuevo se ocultaba hasta el próximo día.
Costó medio año o tal vez más, que ella girara su cabeza hacia dentro como en distraída concesión, y que me mirase con esa cara de "yo también espero este momento, yo también muero, yo también vivo".
Mis veinte años me salían por todos los poros de la piel, pero no podía mostrarlos ante ella, una señorita tan fina, tan decente, ¡tan bonita!
Supe que vivía con su madre viuda dos calles más atrás de donde estaba el taller de Felipe, mi jefe. Supe que el padre había sido contable en una empresa de seguros, una muy nombrada y que ahora no recuerdo... No sé cómo lo supe, pero con toda esa información fui elaborando su historia. Una historia en la que yo era parte importante.
Cuando daban las siete y salía de trabajar, merodeaba el bufete de los abogados, "Arrieta, Gaztelu y González, abogados", así ponía en la placa dorada del portal. Allí era donde olía a violetas...
Y allí me quedaba yo. Miraba las ventanas del edificio, todas, bueno, me centré en las del principal, tratando de adivinar cuál sería la suya; hasta que me decidí por una, la que estaba más a la izquierda; no porque lo supiera, sino porque así lo deseaba.
Y muchas tardes me iba espantado de mi propia osadía, y otras muchas, me quedaba. A veces la veía. salía con una compañera, una mujer bajita algo mayor que ella; se quedaban hablando un rato cerca del gran portal. Y mientras se desarrollaba la animada charla, yo la enmarcaba entre la sobriedad de aquella vetusta puerta.
La miraba y la veía reír, podía oír su risa cantarina; la veía mover aquellas manos como ágiles palomas batiendo el cielo con su vuelo. La veía agitar el cabello con indolente despreocupación, un cabello negro como el carbón de las minas de mi pueblo. Y también la veía fruncir el ceño...
Cuando se despedía de su amiga lo hacía afectuosamente y luego giraba sobre ella misma para tomar rumbo a la calle de la Peletería. Entonces me escondía. Me escondía dentro de mí y mi vulgaridad. Me odiaba, en esos momentos me odiaba por ser yo, por ser así, por tener lo que tenía: miseria e incultura, por no tener lo que ella tenía: clase, cultura, belleza... y por no ser el hombre que ella necesitaba.
Foto, manipulación y texto: Edurne

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¿cómo puede quedarse alguien anclado a los veinte en una parada de diez segundos?? me cuesta comprender eso.... ya veremos como acabas chavalito!!!!!!!!

Edurne dijo...

Pues eso mismo me pregunto yo... pero de momento, es lo que me va susurrando al oído, y yo, le hago caso, claro!

Anónimo dijo...

¿Seguro que no es fiti, mayormente? No se, no se...

Edurne dijo...

La verdad es que no frecuento al tal Fiti, y como dicen en las pelis:
"Todo parecido con la realidad, es pura casualidad".