domingo, 26 de abril de 2020

DEL CONFINAMIENTO AL VÉRTIGO, Y AL LEVANTAMIENTO DE LA VEDA INFANTIL




Ha pasado mucho tiempo desde que estamos en esta situación extraña, como de ciencia-ficción, pesadilla que no se acaba nunca. Es como el día de la marmota: un día que sucede a otro casi igual. Hoy te aventuras a salir a la calle para hacer la compra, y te toca hacer colas, mirar con temor al que tienes delante o detrás, guardar la distancia de seguridad, comprar algo de lo que hayan dejado los arrasadores oficiales de alimentos y productos x… Volver a casa mirando a todas partes procurando no cruzarte con demasiada gente, y empezar con el siguiente proceso, el de desembalaje, limpieza y desinfección, guardar las cosas, cambiarte tú, lavarte y volverte a lavar… ¡Una tortura!

Casi se me había olvidado cómo eran las voces infantiles, las figuras de criaturas saltando, corriendo por la calle, preguntándolo todo, llorando, reclamando… ¡Hoy he visto niñ@s! Y me he asombrado a mí misma mirándolos como si no hubiera visto un@ nunca. ¿No me digan que no es para reír, si no fuera realmente para llorar?

¿Y las personas mayores? Yo tengo a mi madre en casa, casi 87 años, formalita y disciplinada, obediente… No en vano  son la generación que ha vivido bajo el yugo del miedo, del no salirse del camino marcado… Pero hasta ella, mi ama, que está tan tranquila en su casa haciendo mil cosas, está harta ya. El otro día me lo dijo: “hija, ya sabes que yo soy muy casera, pero, ¡desde el último día de la pelu (¡otro drama!) no he salido a la calle! Cuarenta y seis días confinada, y eso con la tremenda suerte de tener una terraza por la que pasear y solazarse de vez en cuando. Pero tienen mucho tiempo para pensar, y ¿qué piensan? Pues no es difícil de adivinar. Han pasado una guerra siendo niños, miedo y miseria. Una postguerra durísima, una vida adulta llena de sacrificios, y ahora… esta incertidumbre, este enemigo invisible y silencioso.

Yo sí que tengo miedo, y angustia, ansiedad… Tanta es la tensión, la responsabilidad que cargo que llevo una semana totalmente vertiginosa, volátil e inestable. Hacía tiempo que no padecía una crisis de vértigos como esta. Voy capeando como puedo, pero mal, mal…

Yo también cuento los días, ahora los cuento, al principio no, pensaba que iba a ser algo más rápido, menos letal a todos los niveles. Llevo dos meses y dos días sin ver a mi pareja, nos separan malditos 400 kilómetros, ¡y a saber cuándo podremos volver a vernos! Los kilómetros da igual, mi hermano tampoco puede ver a la suya, que está a 30. ¡No, no quiero que esto sea lo normal de ahora en adelante!

Y tengo miedo por todo. Nos hemos acostumbrado a quedarnos dentro de nuestros caparazones, de estas conchas protectoras. Y luego, ¿qué? Claro que si me pongo a pensar en todos los que no tienen conchas protectoras, que no tienen a nadie que les de cobijo, cariño, consuelo… La sangre se me hace bilis.

Me quedo mirando por la ventana, o salgo a la terraza, a escuchar, a ver… A no oír nada, a no ver nada ni nadie. ¿Qué mundo es este que nos han puesto delante, de la noche a la mañana? ¿Cuándo va a venir el príncipe a besarnos para poder despertar de este letargo, de este sueño infernal?

Las ocho de la tarde. Como por arte de magia, aparecen ventanas y balcones llenos de gente. Aplaudimos. Suelto un irrintzi. Aplaudimos. Desaparece la vida de nuevo. Cinco minutos. Ojos que vienen y van, gente desconocida que vive en tal o cual casa y tú no conocías. Saludos, abrazos y besos al aire con los vecinos de toda la vida. Signos de fuerza y victoria. Cinco minutos.

Unos días sale el sol, incluso hace calor. Primavera, bajas los toldos, sacas las hamacas, sientas a la madre, te pones a leer… Otros días, hay enfado en el cielo, nubes grises, brumas y vientos con mala leche. Agua, cabreo celestial.

Uno, dos y tres, uno, dos y tres…. ¿Ejercicio? Caminas por el pasillo, por la terraza, haces que haces. La báscula del baño está escondida, ni ella quiere que la mires. Mejor.

Sales otra vez, aprovechas el carro y vas al supermercado que está cerca de tu casa, subes a echar un vistazo, a ver que todo está en orden, subes y bajas persianas, riegas las pocas plantas que se mantienen vivas para que tú las veas y les digas cosas bonitas, que las arengues y animes a seguir luchando… Y de vuelta a la “casa matriz”. Cuando entras, la madre te mira con ojos de pena, te pregunta sin palabras, te abraza sin tocarte, te agradece sin querer llorar, con los ojos acuosos… y tú que disimulas y le das el parte de “guerra” como si fuese algo totalmente rutinario.

Mantenemos nuestra clase semanal de escritura en modo on line, y ese es un momento esperado por todo el grupo, dos horas para vernos y oírnos, para avanzar y también hacer un poco de terapia. Un breve espacio para sentirnos unidos a esa otra vida que teníamos antes de todo esto.

Estoy constreñida, toda yo. No escribo, no me sale nada de dentro, si no es amargor. Las palabras se me han encerrado en una caja vieja de zapatos, se han hecho fuertes allí y no ceden a mi acoso. Lo intento, pero no tengo tantas fuerzas ni tantas ideas como antes. Ya no soy la misma, me han dado el cambiazo, lo siento hasta en mi forma de caminar, cansada…

Vuelvo la cabeza, con sumo cuidado, y observo el horizonte más lejano que abarco con la mirada: un trocito de verde apagado que linda con el cielo plomizo y enmarcado entre edificios durmientes. Las dos y media de la tarde. No tengo hambre pero sé que tengo que comer.

Dejo constancia de que aún estoy viva, de que los míos lo están, de que todavía somos sensibles al amor y al dolor, de que dentro de nosotr@s brilla el sol y la vida bulle pidiendo ser vivida.

Hasta que nos volvamos a ver por calles y veredas, por montes y playas… Cuiden de ustedes, cuiden los unos de los otros, cuiden de la casa común, y no se olviden nunca de ser felices, a pesar de todo y de todos.

Continuará…

Foto y Texto: Edurne (lanzo esta botella tal cual, no he corregido nada, disculpas. He aprovechado un momento de “aquítepilloaquítemato” y esto es lo que ha salido).