miércoles, 31 de enero de 2018

UN ENCUENTRO INTERESTELAR



Siempre me había considerado un poco diferente a los demás. Desde pequeño sentía las miradas burlonas de mis compañeros de clase, y las de indiferencia de los profesores. Incluso mi familia mostraba por mí un interés neutro, me hacía el caso justo y necesario, pero no más. Estoy convencido de que en el fondo no eran mala gente, simplemente que no sabían cómo reaccionar conmigo.

Solo tenía once años pero ya me sentía más mayor, todo el mundo en el que me movía, el que me rodeaba, era poco para mí, no había nada que me sorprendiera, que no supiera o intuyera. Era un niño, eso me repetían hasta la saciedad, así que, por prudencia no hablaba ni comentaba  nada de todo lo que sucedía en mi interior.

Mirarme en el espejo se había convertido en uno de mis pasatiempos favoritos, por no decir en el único. Poco a poco iba tomando conciencia, y consciencia, de lo que era, de quién era.

Llevaba años observando esos pequeños cambios en mi cuerpo. A simple vista, podríamos decir que no había nada extraño ni fuera de lugar en mi cuerpo, en mi cara… Pero, había algo. Algo imperceptible a los ojos de los demás, estaba claro, aunque no para mí.

Pocas personas pueden asegurar que tienen recuerdos de su infancia más temprana, y yo recuerdo perfectamente mi corta estancia en el útero de mi madre, esa laxitud agradable, constante y amniótica, interrumpida de forma brusca e imperiosa a las veintiocho semanas de mi concepción.

Nadie daba un duro por mí. Eso era lo que todos decían. Yo veía sus caras de preocupación, de disgusto, de incredulidad… Sin embargo, ellos no me veían a mí. No era posible que prosperara con tan pocas semanas, decían. Y no se daban cuenta de que yo entendía perfectamente sus palabras, todas y cada una de sus palabras. Sé que no se atrevían  a mirarme, hacerlo les producía una mezcla de miedo, pena y hasta de asco, diría yo.

Cuando salí de la incubadora, mi cuerpo había madurado un poco más, es cierto, pero solo un poco. Todavía era un pequeño ser casi traslúcido con un reguero de venillas que tapizaba mi piel sonrosada. Sabía que a mi madre le desagradaba tomarme en brazos para darme el pecho, por eso yo hice como que no lo quería, para evitarle a ella el mal trago.

Si lloraba por hambre, alguien me daba un biberón, si lloraba porque mis pañales ya no soportaban más carga, de nuevo alguien me cambiaba rápido y sin demasiados miramientos. Para  mi primer año de vida, yo ya me había percatado de todo, absolutamente de todo, y entonces fue cuando decidí empezar a "hablar". Ya era hora de presentarme.

Nada. Nadie era capaz de entenderme. Todos mis intentos por comunicarme con ellos resultaron fallidos. Algún código no estaba en su sitio, o una mala conexión… Me llevaron a mil y un especialistas de todo tipo, pero nadie sabía explicar lo que me ocurría, qué síndrome extraño era el que padecía, qué significaban esos ruidos, esos cantos monocordes que salían por mi boca…

Todo cambió durante un sueño. Como todas las noches, nada más cerrar los ojos, mi cuerpo, mi cerebro, se convertían en un enorme laboratorio de pruebas. Sentía cómo se ajustaba todo dentro de mí. Justo al despertar y con el primer balbuceo, comprendí que mis códigos de comunicación habían sido reparados. Ahora sí, ahora podía comunicarme como un bebé de veinte meses. Empezaba a parecer normal.

Después del alivio que supuso para mi familia el que todo se hubiera solucionado así, sin más, dejaron de hacerse preguntas y volvieron a sus vidas.

Los siguientes años transcurrieron entre la resignación y la neblina del olvido más o menos consciente y aceptada de mi  familia,  y la indiferencia de fondo del resto.

En realidad, me venía genial. No se preocupaban por lo que hacía, lo que pensaba, lo que quería o deseaba, ni por dónde estaba. Les bastaba con saber que me encontraba en el colegio o en algún lugar de la casa. Yo comprendía que ya tenían bastante estrés y agobio con mis hermanos, con todos los problemas cotidianos que plantea el tener hijos hoy en día, y por eso me mantenía al margen de casi todo.

Observaba, ese era mi trabajo, mi afición: observar. Lo observaba todo, lo absorbía todo, lo procesaba todo. Y nadie era consciente de ello. Como evitaban mirarme, tampoco eran conscientes de los cambios que se iban operando en mí.

Algo había crecido en mi interior, era como una pulsión que no sabía explicar. Creo que empecé a cometer alguna que otra pequeña estupidez, y todo el mundo lo achacó a la edad: estaba en la pubertad, los cambios hormonales, el metabolismo… ¡Qué sé yo la sarta de tonterías que dijeron! Solo yo sabía que no era nada de eso, era imposible, mis códigos eran lineales, no tenían altibajos de ningún tipo, ni emociones que no fueran las neutras. Aun así, algo estaba ocurriendo en mi interior.

Un día, nos llevaron de excursión al Museo de la Ciencia. Los profesores aprovechaban el temario para unirlo con el momento lúdico, y así matar dos pájaros de un tiro. A mí nunca me molestaba nada, accedía a todo lo que se proponía sin ninguna queja; además esos temas me interesaban. Y lo mejor de todo:  ¡había un Planetario!

Fue allí cuando sucedió todo. Estaba sentado en la última fila, no demasiado cerca, ni demasiado lejos del resto de mis compañeros, cuando sentí esa pulsión con más intensidad, tuve que sujetarme el pecho que se me agitaba como nunca lo había hecho.  Me ardía. La bóveda en la que se proyectaba el universo ejercía una fuerza a la que me era casi imposible no abandonarme.

De pronto, una mano se posó en mi hombro derecho, y una ráfaga de frío me sacudió de arriba abajo. Cuando mi cuerpo recuperó su temperatura normal, giré la cabeza y mis ojos  se encontraron con otros exactamente iguales. Era una niña igual que yo, igual de rubia, igual de blanca, casi translúcida… Nos miramos un rato. Comenzamos a hablar sin palabras, nos cogimos las manos y muy bajito, muy bajito, los cantos monocordes de nuestra infancia se extendieron por todo el universo.


Imagen: Internet. Texto: Edurne



jueves, 25 de enero de 2018

POEMAS DESDE EL TREN (I)




                                       LA CULPA LA TUVO EMILY

                  Esperanza es la cosa con plumas
                         Que se posa en el alma 
                         Y canta la melodía sin las palabras 
                         Y no cesa jamás.                                                                                                                                                                                    
                                                                         (Emily Dickinson)
                                                         

El otro día, Emily,
me habló desde el tren.

Cambió el tono de voz, 
cambió la ruta 
el latido de su corazón.

Emily llamó y
me recitó poemas.
Uno.
Luego otro.
Tres, 
cuatro, 
así hasta cinco o más...

Poemas pausados.
Poemas viajeros.
Poemas que miraban 
a través de las ventanas
empañadas de una tarde
fría de invierno.

¡Viajeros al tren!

La esperanza no se vende en ventanilla, 
decían, 
que viene embalada
desde más allá de la lejana China.

Y de que yo te siga queriendo, 
la culpa,
la tuvo Emily.







Imágenes: Internet Texto y foto: Edurne. "Emily" y yo sabemos de qué va esto... ;)




miércoles, 24 de enero de 2018

DOS por DOS


Dos por dos: cuatro.
Tú y nosotros: cuatro.

Tu mano sigue sujeta a la mía.
Fuerte.
Te fuiste dejando en ella todo tu amor.
Te dejé ir con todo el mío, aita.

¿Cómo medir el tiempo
de la pena,
de la ausencia?

Cuatro minutos, 
cuatro días, 
cuatro meses...
¡Cuatro años!

Aquí estamos.
Aquí sigues.

Foto: de la memoria familiar. Texto: Edurne. Hoy, 24 de enero, hace cuatro años que mi aita emprendió su camino hacia lo eterno. Su presencia nos acompaña cada minuto del día..