Mi dolor ha encontrado un tubo
de escape: el incisivo lateral izquierdo de la parte baja de mi dentadura. Está
claro, como si de la fumarola de un volcán se tratase, va soltando los malos
humores sibilinamente, a ratos con mucho cabreo, a ratos con sordina, pero ahí
está. Hay que sacar toda esa ebullición interna a pocos, no vaya a ser que la olla
explote...
Pasan los días y me creo que
todo es plano, así me lo parece. Una especie de calma chicha, una mar quieta,
sin oleaje perceptible, pero con el fondo infestado de tiburones hambrientos
acechando. Me estoy preparando para la gran sacudida, para cuando las aguas se
retiren y de pronto nos sorprendan arrasando con todo.
El miedo tiene pequeñas fugas,
hace aguas por aquí y por allí; las cañerías suenan demasiado, más que nada en
el silencio, por las noches, cuando mi yo y mis otros yoes nos quedamos a solas.
Siempre me pillan con el paso cambiado, a veces no reacciono bien, me hacen daño,
se ríen y se aprovechan de mí. Por eso que el incisivo lateral izquierdo de la parte
de abajo protesta y me reclama su dosis de calma. Tiene razón, aquí soy yo la
que tiene que poner orden. Lo malo es que no sé cómo hacerlo, el resto del
edificio se está amotinando también, y, la verdad, no quiero tener que recurrir
a la fuerza bruta. Espero no verme obligada a ello.
Me miro en el espejo del baño
mientras me lavo los dientes. Veo las estrellas, el firmamento entero. Lloro.
Bueno, llorar, llorar, no, no me lo permito, pero sí que noto cómo los ojos se
me llenan de lágrimas, cómo enrojecen, cómo me cambia la expresión, cómo estoy a punto de
desbordarme… ¡Alto, quieta ahí, camarada! Me restablezco, me engaño un poco
para poder seguir. Y sigo.
Imagen: Internet. Texto: Edurne