Las luces se iban encendiendo según
avanzaba. Si miraba hacia atrás, la oscuridad volvía a ganar terreno. No
recordaba dónde había dejado el coche, el parking tenía cinco plantas y él
estaba en la primera, o eso creía, porque ese aparcamiento, el más grande de la
ciudad, tenía al menos tres entradas,
cada una en una calle distinta y que daban a diferentes plantas. Ya no sabía
por cuál había entrado. Era tarde, demasiado. Maldecía el momento en el que se
dejó embaucar por Manuel para esa timba en casa del tipo del pub, además le
habían chupado hasta lo que no tenía. Era un imbécil, ya no había duda alguna.
Caminaba nervioso mirando a un lado y
otro intentando activar la apertura automática del coche con la llave, pero
nada, ninguno respondía a su insistente llamada. Un olor fuerte y nauseabundo a
gasolina le puso las ganas de vomitar en la boca del estómago. La náusea se le
subió hasta la garganta. Era el miedo. Y los cubatas a palo seco que llevaba
encima, pensó. Se apoyó junto a una columna, todo le daba vueltas. Vomitó. En la
rueda delantera del Skoda todoterreno de la parcela que estaba a su izquierda
quedó todo el producto de la arcada. La alarma saltó, chillona, chivata,
descarada… Shsssssss.
De pronto, las luces de los coches aparcados
se fueron encendiendo como en un
intrincado juego de luces, delatándolo. Un pasillo, otro, no… todos eran
iguales. Volvía una y otra vez sobre sus pasos. Se guiaba por los luminosos de
“salida”, seguía las flechas… pensaba que había recorrido todas las plantas,
pero siempre terminaba junto a la misma máquina de la entrada, la de pagar, la que
tenía quemada la tecla del 5. ¿O es que había más?
El techo, con esas tuberías enormes,
sucias, ruidosas, se le echaba encima. Las columnas avanzaban hacia él… se iba
a volver loco. La llave, dónde estaba la llave, si hace un momento todavía la
llevaba sujeta, tenía el puño cerrado, ¿pero
la llave? Buscaba ansioso en los bolsillos del pantalón, de la americana…
El suelo, de un gris brillante, reflejaba
esa luz confusa de los parkings. Enseguida pensó en las cámaras, en que tenía
que haber cámaras de vigilancia, en que alguien tendría que estar viendo lo que
sucedía, que estaba perdido, asustado… Le faltaba el aire.
Los aparcamientos subterráneos eran una
trampa, nunca debió dejar allí el coche, pero esa tarde andaba con prisa y
aquella P gigante lo atrajo, después la enorme boca abierta lo engulló. Para
cuando quiso darse cuenta estaba dando vueltas en las entrañas de la ciudad,
buscando una parcela libre donde soltar su viejo Ibiza. Una planta, otra, otra
y bajando, bajando…
Y ahora estaba allí, perdido entre
coches desconocidos, sucias columnas, pasillos enrevesados, salidas imposibles,
ruidos extraños y malos olores: monóxido de carbono de los tubos de escape,
gasolina de los pequeños charcos que
dejan los vehículos con alguna fuga… Solo en una pesadilla, sin saber dónde
estaba su coche, sin la llave de su coche… ¿Qué estaba ocurriendo?
En la cabina del guarda de noche, las
pantallas de los ordenadores iban pasando, alternativamente, imágenes de las
cámaras de seguridad. Todo correcto. Solo había una que proyectaba un gris
continuo, la de la cámara número 5 en la tercera planta. El guarda tenía
puestos los cascos y dormía plácidamente, o eso parecía…
Imagen: Internet. Texto: Edurne
6 comentarios:
No hay nada más aterrador que un subterráneo lleno de coches...
Besos.
Magnífico relato, querida Edurne. Ante ti me quito el sombrero que en casa no llevo.
Un fuerte abrazo.
Qué buenoooo y que poco te prodigas.
Un abrazo
Magnífico relato, Edurne. Te prodigas menos que yo, que ya es decir. Saludos
¡Qué miedo! Muy buen relato lleno de suspenso.
Besos y feliz y plácido verano.
PEDRO, PACO, CHELO, ANTORELO y MYRIAM:
Queridos amigos y amigas, nos les falta razón a ustedes cuando dicen que me prodigo poco.
Hoy me acerco para agradecer sus palabras de hace un tiempo ya...
Eskerrik asko!
Besos.
;)
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