El teléfono de María, que dormía
bajo su pecho, en el sofá, como ella, rompió el silencio de la madrugada con
una llamada de auxilio de Miguel.
—¡Sácame de aquí! ¡Estoy
prisionero!
—¡Miguel, Miguel! ¿Qué te pasa?
Dime… ¡Contesta!
—¡Sácame! ¡Están haciendo cosas extrañas conmigo, hay
una gente muy rara aquí! ¡Quiero salir de aquí, me tienen prisionero, sácame,
por favor!
Miguel estaba en la UVI tras
sufrir un infarto cuatro días antes. Estaba muy medicado… no podía ser otra
cosa que una alteración debida a un desajuste con las medicinas, unido a un
episodio de desorientación…
Pero esa llamada se le había
clavado en el corazón a María.
—Estate tranquilo, estás
conectado a muchos monitores, recuerda que acabas de un sufrir un infarto, no
puedes moverte, tranquilízate, te están cuidando…
—Tú no sabes lo que es esto, me
tienen encerrado y atado. Sácame, estoy prisionero.
La voz de angustia de Miguel, no
dejaba dudas, realmente estaba creyendo lo que decía. María sabía que no pasaba
nada extraño, solo su desubicación, pero las alucinaciones eran tan reales, que
la angustia de Miguel había conseguido alterar el temple de María.
—Miguel, cariño, escucha, pásame
con alguien que esté allí contigo, déjame hablar con alguien…
—¡No, que me quieren hacer algo,
yo me voy de aquí! Además han mandado a las fuerzas de seguridad para que no me
vaya… ¡Por favor, María, sácame!
Las voces del personal de guardia
de la UVI se oían tranquilas pero firmes.
—Por favor, Miguel, déjenos el teléfono, vamos a hablar
con su mujer, no se preocupe. Tiene que tranquilizarse, mañana lo
reconsideramos todo, pero ahora déjenos el teléfono…
—¡¡¡No!!! ¿Y usted quién es, qué
quiere hacerme?
—Cálmese, soy el doctor
Satrústegui, no voy a hacerle nada malo, solo quiero colocarle bien los
electrodos y las vías que se está quitando y que hay que mantener conectados a
los monitores… Su corazón está sufriendo, cálmese, por favor. Déjenos el
teléfono…
—¡Que no, que he dicho que no,
déjeme, no me toque!
La comunicación se había cortado.
La voz de angustia de Miguel no dejaba
dudas, creía de verdad lo que él narraba, que estaba prisionero, que temía por
su vida…
El teléfono volvió a sonar.
—¡Llama a Teo, dile que venga a
buscarme, que me voy de aquí!
—¡Miguel, Miguel, escucha…!
—¡Haz lo que te digo, llama a
Teo, que venga por mí, llama te digo!
Y de nuevo el silencio.
Era la una y media de la
madrugada. La angustia se había instalado en la boca de su estómago también.
Teo estaría durmiendo, pero era su única salida. Buscó el número de Teo en los
contactos del teléfono. Paseó nerviosa por el salón, arriba, abajo, una, dos,
tres veces… Miraba el teléfono, lo dejaba sobre la mesita, volvía a cogerlo… Al
final, se atrevió a marcar. Miró el reloj: la 01:34. Dos, tres tonos y la voz de
Teo al otro lado.
—¿Qué pasa, María, ha ocurrido
algo?
—Teo, perdón, perdón… Sé que es
tardísimo, pero, no te habría llamado si no fuera urgente, si no supiera qué
hacer…
—Tranquila, tranquila. Dime. ¿Es
Miguel, ha pasado algo?
María tragó saliva, respiró
hondo, realmente estaba angustiada, y contó como pudo el episodio de las
llamadas, la petición de socorro de Miguel, y que quería que fuera Teo a
sacarlo de allí…
—Escucha, tú tranquilízate, yo
voy para allá. Trataré de que me dejen verlo, de que él me vea y se calme. Y en
cuanto hable con algún responsable, yo te llamo, pero hazme el favor de no
preocuparte, esto es un desajuste con la medicación y que está desorientado, le
ha entrado ansiedad, angustia, miedo… No es él el que actúa así, es él bajo los
efectos de tanta química como tiene en el cuerpo. Tranquila, yo salgo para allá
ahora mismo, en cinco minutos, justo lo que tardo en vestirme.
—Gracias, Teo, gracias, gracias…
María respiró un poco más
tranquila. ¿Por qué habría dejado de conducir hace treinta años, por qué…?
Ahora podría haber cogido el coche y salir pitando hacia el hospital. Menos mal
que Teo era un buen amigo…
Se sentó en la alfombra y trató
de relajarse haciendo unas respiraciones, después localizó los chacras del
corazón y del plexo solar e intentó
hacer un poco de Reiki, lo necesitaba, necesitaba reunificar su energía,
relajarse…
Eran casi las tres de la
madrugada cuando el móvil empezó a vibrar como un moscardón.
—Dime, Teo, dime...
—Bueno, todo ha sido como
pensábamos, un desajuste en la medicación y un episodio de desubicación agudo.
Se ha puesto bastante alterado y han tenido que atarlo para evitar que se
quitara las vías, los electrodos...
—¡Ay, Dios mío, Dios mío...!
—¡Tranquila, mujer, tranquila! Ha
sido una ventura poder entrar, no creas...
—¿Y cómo lo has conseguido,
porque a esas horas el hospital estará cerrado...?
—Pues muy fácil, me he colado por
Urgencias... Allí nadie te dice nada. He cogido el ascensor de la izquierda y
le he dado a la tercera planta. Al principio me he despistado un poco, porque
esta tarde, como estaba lleno de gente, pues me parecían otros pasillos...
—¿Y...? ¿No te ha visto nadie
antes de llegar a la UVI, no te han parado, ni preguntado, ni nada...?
—La verdad es que no. He tenido
suerte. Al llegar al pasillo donde está, ya iba oyendo voces, así que me iba
preparando...
—¡Ay, Dios mío, Dios mío…!
—Se le oía hablar alto, y muy
enfadado. Decía que los iba a denunciar, que lo tenían retenido en contra de su
voluntad y que ya había avisado para que lo sacaran de allí.
—¿Y los médicos, las enfermeras?
—Pues se veía que había bastante revuelo,
así que una enfermera me vio según estaba llegando al box donde está y salió a
toda pastilla a preguntarme que quién era yo, que qué hacía allí… Le conté como
pude lo que pasaba y que te había prometido enterarme de lo que pasaba.
—¿Pero te han dejado verlo?
—Sí, sí, tranquila. Lo he visto,
me ha visto y me ha reconocido, pero nada más verme me ha dicho que me olvide
de sacarlo de allí, que no se puede hacer nada, que le habían dado algo y no
podía hablar bien, que la lengua la tenía como gorda, y que además lo habían
atado a la cama como si fuera una bestia… Estaba indignado pero algo más
calmado.
—Imagino que le habrán dado algo,
un calmante…
—¡Sí, claro! El doctor que estaba
de guardia, un tal Satrústegui, me ha dicho que estaban esperando a que le
hiciese efecto para poder quitarle el teléfono, porque lo tenía agarrado tan
fuerte que no podían quitárselo. Decía que era suyo y que nadie iba a quitarle
el único medio de comunicarse con el exterior.
—¡Ay, Teo, no veas cómo te
agradezco lo que has hecho!
—Anda, mujer, que Miguel es mi
amigo, y ya sabes que siempre que me necesitéis, no tenéis más que pedírmelo. Ahora
duerme tranquila. A las ocho de la mañana me acercaré otra vez para ver cómo ha
pasado la noche, te llamo, y luego ya vas tú al mediodía, ¿te parece?
—Vale, vale, pero vete a descansar
algo tú también que vaya nochecita… ¡Y mil gracias, Teo!
Terminaron de hablar y María se
quedó como desinflada, mirando la pantalla del móvil que iba poniéndose oscura.
Lo dejó sobre el sofá y se levantó despacio. En pie allí, en medio del salón,
con la televisión proyectando imágenes mudas y la voz de Miguel, angustiada,
flotando en toda la estancia, María rompió a llorar.
Imagen: Internet. Texto: Edurne
6 comentarios:
Ya lo creo que podría ser cierto.Menos mal que María tiene a quien recurrir, porque los momentos de tensión no se los quita nadie.
Un abrazo feliz lunes Edurne.
A veces un hospital puede sentirse como encierro y desorientación. Bien reflejado en tu texto.
Besos.
BERTHA:
Y tanto que sí, te lo digo yo!
;)
Feliz semana para ti!
Besos.
;)
PEDRO:
Los hospitales te van matando de a poquitos, o de a muchitos...
Situaciones angustiosas para el que las vive en primera persona y para los que le rodean en segunda y en tercera...
Besos.
;)
Cuando llevas unos día internado se produce desorientación espacial y temporal. Muy buen relato. Un abrazo
Cuanta realidad!! y qué triste ....
Un abrazote muy gordo!!
ANTORELO:
Angustiosa la experiencia, sí!
Gracias!
Un abrazo!
;)
MARÍA:
Tiempo ha Lady...!
Eskerrik asko por la visitita.
Y sí, así es,los hospitales son muy duros!
Muxutxuak!
;)
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