jueves, 21 de marzo de 2019

LA MUÑECA (Replay)



Tiene la sensación de que nadie le hace caso. A lo mejor es porque habla muy despacio, y la gente hoy en día no tiene paciencia, van a todas partes deprisa…
Lo que no saben es que ella necesita hurgar en los cajones de su cabeza para encontrar las palabras adecuadas.

Desde que su familia la internó en aquella residencia, apenas los ve, cada vez son más esporádicas sus visitas, y ella todavía tiene problemas para hacer amigos en aquel sitio tan frío, porque, aparte del frío que hace siempre, también se nota la frialdad en la gente. Los cuidadores son muy secos, y los otros ancianos, unos tienen mal la cabeza y no se bajan de su mundo, otros, como ella, están temerosos, y otros, simplemente se sienten superiores…

Así transcurren sus días, sin nadie con quien hablar; y se pasa las horas mirando por los sucios ventanales del corredor de la parte trasera, el que da al desolado jardín de la residencia. A veces se sienta en la sala común, y si la televisión está encendida, que siempre lo está, hace como que la mira con mucha atención, aunque en realidad no se entere de nada…


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Cándida, me llamo Cándida González Peña, mi padre era Miguel González, el de la Paca, y mi madre, María Peña. A mi padre lo mataron los nacionales, decían que era rojo, y que todos los rojos eran escoria y tenían que morir; y que para eso estaban ellos allí, para limpiar el pueblo de escoria.
La última vez que lo vi fue cuando salió de noche por la tapia del corral. Vino a darnos un beso a mi hermano Miguelín y a mí. Como era la mayor me dijo que cuidara de madre y del hermano. Me dio unos papeles metidos en un sobre de esos amarillos de la cooperativa de agricultores para que los guardara durante toda la vida, que no me desprendiera de ellos, y que ahora no lo entendería, pero que cuando fuera más grande, sí. Me abrazó muy fuerte, tanto que hasta me hizo daño, y cuando me soltó vi que estaba llorando. Yo no entendía, creía que los hombres no lloraban, que ellos no tenían lágrimas, y sin embargo, de aquellos ojos verdes de mi padre, salían regueros de lágrimas que él se empeñaba en ocultar. Después sí, con los años, entendí, y ahora… ahora no sé si se me está olvidando…
Cándida, me llamo Cándida González Peña, mi padre era Miguel González, el de la Paca…


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Cuando la llevaron a la Residencia Verde Prado, toda su vida cabía en una maleta. Al principio no se dio cuenta, pero más tarde empezó a echar en falta sus cosas: sus pucheros, la tabla de picar, la plancha, el costurero que había heredado de su madre… El cuadro con la foto de la boda con su Mariano, no, porque lo tiene en la mesilla junto a la cama y habla con él todas las noches.

También tiene su muñeca Eloísa, la que le ha acompañado desde niña. Eloísa, que ya no recuerda porqué se llama así, ¡es un nombre tan raro! La pobre muñeca está hecha un desastre, totalmente desmadejada, ya no tiene pelo, apenas unos mechones desparramados y de un color incierto, no aquella melena rubia que recordaba y que tanto peinó. También le falta un ojo, total, para lo que había que ver, con uno le sobraba. Es de trapo y el relleno ha perdido consistencia, pero, escondida en la parte de atrás del cuello, y debajo de un pañuelito de lunares, aún está la abertura que le hizo cuando decidió esconder allí los papeles que le había confiado su padre aquella noche. Sólo tenía siete años, pero ya intuía que aquello era algo importante, y que si su padre no había vuelto, y su madre pasó a vestir de luto el resto de sus días, debía de tratarse de algo muy serio.

Ya nunca más se separó de Eloísa, que la ha acompañado en todos los momentos importantes de su vida. Y ahora tampoco se separaría de ella. Pero ahora tiene que guardarla bien porque seguro que se la quitarían; seguramente las cuidadoras, porque pensarían que estaba loca, ¡a su edad y con una muñeca! Y las otras ancianas, por envidia, ¡una muñeca tan guapa como su Eloísa! Aunque le faltara casi todo el pelo, un ojo y los dos zapatitos…
Por eso la tiene bien guardada en el fondo de uno de los cajones del armario y tapada con unas ropas que casi nunca se pone.

Cuando llega la hora de retirarse a las habitaciones, después de que pasan para ver si todo está en orden, y Lola, su compañera de cuarto, ha entregado su desparpajo a Morfeo y duerme como una bendita hasta las ocho en punto de la mañana, entonces le cuenta a Mariano sus cuitas, y lo triste que está, el frío que hace allí, y la suerte que tiene él, que ya no tiene que preocuparse de esas cosas. Después saca a Eloísa de su refugio, y le atusa los cuatro pelos, le estira el vestidito, y le dice que a pesar de ser tuerta y estar arrugadita, cosas de la edad, ella es la muñeca más bonita del mundo, y que no la cambiaría por nada, ni por todo el oro, y mucho menos guardando como guarda en su interior el más preciado de los tesoros.

Suelta el nudo del pañuelito del cuello, y con sumo cuidado busca entre el pliegue que se ha formado entre la espalada y el cuello. Introduce dos dedos, y poco a poco va sacando el sobre que le diera su padre hace 73 años, con el mismo cuidado y el mismo miedo de entonces. Sus finos dedos extraen los papeles amarillentos por los años, perfectamente doblados, y que dejan al descubierto una fotografía apenas perceptible del padre, una foto pequeña, como la que hay en el carné de militante del partido y el sindicato. Una carta con su letra, una letra redonda e infantil, la banderita tricolor y la letra de una canción que luego supo que no se podía cantar más que en la intimidad, y muy bajito, pues hasta las paredes oían… Eso es todo lo que tiene de su padre, de aquel hombretón que una noche desapareció de su vida con lágrimas en los ojos y al que nunca más volvió a ver. Sólo eso, eso y sus ojos verdes y vivarachos, risueños, su pelo rubio y rizado, sus andares, su carácter… Así que no es poco lo que le ha dejado, aunque pasara por su vida como un suspiro.

Eloísa está encantada de que la saquen y jueguen con ella como en tiempos pasados, se le nota en la cara, en esa media sonrisa que todavía conserva. Y Mariano, contento de que le miren a los ojos, y le besen, y le cuenten…

Cándida es otra por las noches. Ahora no tiene problemas para hablar, ya no tiene que buscar las palabras que andaban por ahí perdidas. Por las noches todo es distinto. Eloísa la mira con su ojo cómplice y Mariano le sonríe desde el color sepia de toda una eternidad.




Imagen: Internet Texto: Edurne (Entrada ya publicada en esta Orilla el 3 de abril de 2012 https://edurne-desdelaorilla.blogspot.com/2012/04/la-muneca.html)

3 comentarios:

Mannelig dijo...

Emocionante de verdad.

Rafael Humberto Lizarazo Goyeneche dijo...

Ingratitud y olvido... son los mayores pecados. Es muy amargo tu relato, se nota en él ese cruel abandono al que son sometidos quienes van a parar a esos hogares... lo triste es así.

Un abrazo.

Edurne dijo...

MANNELIG:
Gracias, caballero!
Abrazo!
;)

RAFAEL:
No te falta razón, amigo!
Un abrazo. Y gracias por tu comentario.
;)