Trabajar en el
turno de noche de la panificadora “Un
trozo de pan” era considerado un privilegio para los tiempos que corrían. Tenías
asegurado el puesto, te pagaban un plus de 20€ a la semana ¡y encima te
llevabas una barra de pan gratis todos los días a casa!
Así que, a pesar de las alteraciones
en el sueño que había empezado a notar, Marta no comentó nada a nadie y siguió
con su trabajo, pensando que tal vez algún día ya no notaría nada extraño. Solo
tenía que acostumbrarse.
Le debía aquel puesto a la
intersección que hizo Ramón Gayarre, el amigo de su padre, ante don
Cosme Gallastegui, su consuegro y gerente de
la fábrica. Haber conseguido un puesto así, sin tener experiencia previa
en trabajos semejantes, y sin haber pasado selección alguna… Era para estar
calladita como una tumba y no protestar por nada.
Ya llevaba más de medio año
trabajando en el turno de noche. Está claro que ella hubiera preferido el de
mañana, o incluso el de la tarde, y estar en las cintas empaquetadoras o en
tienda, atendiendo al público, que no se le daba nada mal eso de las relaciones
públicas. Pero no, parece que no había más puestos libres que aquel del turno
de noche, haciéndose cargo de la dichosa máquina, la amasadora, con un ruido y
un movimiento constante, constante, constante… Y con esa luz que la dejaba
insomne, con verdaderos problemas para conciliar el sueño.
Se metía en la cama cuando su
hermana salía para ir al instituto y su padre al taller. La madre le tenía
preparado un buen desayuno y después de asegurarse de que se metía en la cama,
se ponía con sus labores domésticas, procurando hacer el menor ruido posible
para no alterar el sueño de Marta, sin saber que ella, Marta, sentada en el
borde de la cama y con la luz de la mesilla encendida, repasaba mentalmente el
número exacto de vueltas que daba la maldita amasadora hasta que toda aquella
mezcla se convertía en una gran y pesada bola, girando sin fin en las paredes
frías de la máquina. Una, dos, tres, cuatro, veinte, veintidós, treinta,
cuarenta y ocho… Entonces se metía en la cama y, con la luz encendida, se
quedaba tumbada boca arriba, con la mirada fija en el techo, blanco, como
aquella masa harinosa que la envolvía día y noche… En algún momento impreciso,
sus párpados caían, pesados, sobre sus ojos, y la sumían en un sueño
entrecortado y plagado de ruidos: un, dos, tres, cuatro…
Cuando su madre entraba, despacito,
para decirle que ya estaba la comida, le apagaba la luz de la mesilla y subía
un poco la persiana de la ventana, provocando que Marta cerrase con fuerza los
ojos. Le costaba levantarse, y cuando lo hacía, tardaba demasiado en
reincorporase a la vida normal.
Hacía un tiempo que había empezado a
encender las luces de cada estancia por la que pasaba. Decía que no veía bien y
que necesitaba más luz. Al principio nadie le dio importancia al hecho, eso sí,
todos pensaron que la factura de la luz se vería ligeramente incrementada,
pero… Conforme pasaba el tiempo, esa “manía”
se fue convirtiendo en algo realmente molesto, ya que además de encender las luces,
cerraba cortinas y bajaba persianas. ¡Se había acostumbrado a la luz
artificial!
Antes de volver al trabajo le
gustaba dar un largo paseo por la ribera del río, justo desde el Puente del
Ángel hasta donde las aguas se perdían entre los árboles del Estanquillo.
Entonces volvía sobre sus pasos y parecía que la Marta de siempre había vuelto
también. Pero solo por poco tiempo, mientras ayudaba a su hermana con los
deberes o se preparaba el bocadillo y el termo de Cola Cao para pasar la larga
noche. A la mañana siguiente, la luz les devolvía una Marta diferente.
Así fueron pasando los meses sin que
nadie se percatara del verdadero cambio de Marta. Se acostumbraron a las manías
de encender luces, correr cortinas y bajar persianas, pero no, no eran
conscientes del gran cambio, nadie salvo su hermana Maite, que cuando abría sus
cuadernos en clase siempre caían unas migas de pan perdidas.
La casa siempre estaba cubierta por
un leve y sutil manto blanquecino, harinoso, como el polvo que se hace visible
al trasluz. La cara de Marta se iba hinchando poco a poco, como la masa de pan
cuando crece gracias a la levadura y el reposo. Los ojos, se le iban achicando,
la piel se le iba agrietando y tostando, tal y como les ocurre a los panes en
el horno.
Una mañana, cuando llegó a casa
después de terminar su turno, no quiso ver a nadie, ni siquiera desayunar. Se
fue derecha a su habitación. Nadie se atrevió a preguntar nada. “Estaba rara”. “Era cansancio, agotamiento”.
“Es que eso del turno de noche es muy duro”, murmuraban los padres sin
atreverse ni a mirarla. Solo Maite dijo que ella sabía lo que pasaba. Los
padres la miraron espantados. “Es que se
le está poniendo la cara como un pan”, sentenció la hermana.
Cuando llegó la hora de la comida,
la madre, temerosa, solicitó la ayuda del marido y de la hija pequeña para
acercarse a la habitación de Marta. Golpeó con los nudillos, una, dos veces…
Suave. Y susurró su nombre: “Marta, hija,
que ya es la hora de comer, ¿estás despierta, te encuentras bien?”. Nada.
Silencio al otro lado. Miraron por la rendija y la luz estaba encendida, como
todas las mañanas. Volvieron a insistir, el padre, la madre, Maite… ¡Nada!
Comenzaron a asustarse, pero no se atrevían a franquear la puerta. El temor a
encontrarse con algo que no pudieran encajar, los retraía.
Fue Maite la que tomó la iniciativa.
Tomando las manos temblorosas de sus padres entre las suyas, respiró hondo, empuñó
la manilla de la puerta, abrió y entraron.
Un olor a pan recién hecho les
golpeó nada más entrar y casi salen de nuevo. Subieron las persianas con miedo
y, efectivamente, al acercarse a la cama para apagar la lucecita de la mesilla,
algo extraño había ocurrido: ocupando el lugar de Marta en el colchón, una
hermosa hogaza de pan recién horneada parecía estar esperando a ser alabada por
su hermoso aspecto…
11 comentarios:
Sé, sí ya sé que me ha salido un relatillo que recuerda a...
¡Pero les juro que no tenía en la cabeza al pobre Gregorio!
En cualquier caso está sujeto a reformas, así que si lo retoco, ya les haré saber de ello.
Gracias y que tengan ustedes una buena semana.
Besos.
;)
Convertirse en una hogaza tiene su miga...
Besos.
Pobre Marta!!! :-) habrá que endulzar con mantequilla y mermelada y una buena taza de café...
Besos
PD habrá quien se quiera overtired en chorizo?
No te digo en fiambre, porque éstos, al menos en Argentina, van a la morgue ;-)
No digo overtired sino convertirse. El bobofón este me cambió la palabra.
PEDRO:
¡Y tanto que tiene miga!
Besos.
;)
MYRIAM:
Un buen desayuno sí, pero igual pelín caníbal... jejejeje!
Aquí, fiambre también tiene esa acepción añadida.
Besos y abrazos, y gracias por tus visitas!
;)
Si que recuerda a ...
Pero mucho más agradable, vaya usted a comparar!!!
Donde esté una buena hogaza de pan que se quiten los blatodeos (conste que lo he tenido que buscar).
Me ha gustado mucho, Marta me ha enganchado a tope. Enhorabuena!
Muxu handia!
PD: Arrastalde honetan "Almas muertas" lortu dut. :)
ISHTAR:
Ai, ze ondo gustatu bazaizu!
El pan es otra cosa, más tierna sobretodo!
Ay, Gogol y sus almas muertas! Tengo que leerlo yo también.
Muxutxuak, polite!
;)
¡Mejor en pan que en escarabajo! Rica, calentita, lo malo es que te comen.
Imaginativo relato.
Besos, Edurne. Confío en no metamorfosearme en pupitre.Y que, a ti, tampoco te ocurra.
Trabajo de noche, me levanto a las cuatro y media, llevo así cinco años largos. la luz artificial se ha cobrado una dioptría más en cada ojo. Y el sueño trastocado es lo peor, ya solo, que yo que siempre he tenido pasión por la reencarnación, nunca me había parado a pensar en la "enpanación", jaja.
P.D.: ¡Qúe nadie se coma esa hogaza! ¡Qué puede ser Marta!
Un abrazo.
Perdón sería "empanación" con m antes de p, se me han ido los dedos.
ABEJITA:
Metamorfosearnos en un lápiz, en una tiza, en una pizarra... ¡ay, mejor no!
Una hogaza reciñén hecha no está nada mal, lo malo es eso, que luego todo el mundo quiere meter mano y comérsete! Jajajajaja!
Besos!
;)
RUBÉN:
Pues ya sabes de qué estoy hablando...
Empanados estamos ya todos un poquito,no te parece? Jejejeje!
Besos!
;)
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