Tenía los ojos risueños, y verdes,
como la esperanza ésa que te venden cuando eres un poco más mayor. Lo veía todo
hermoso, a pesar de la lluvia gris y con olor a un mar de hierro que amenazaba
con tragarse las orillas de mi infancia.
Todo estaba en orden en aquel
rincón entre Marzana y el Conde Mirasol, frente a la Ribera y el Mercado, allí donde
la Ría se hacía mi amiga y me contaba historias de piratas de tres al cuarto,
de mujeres de plástico que se rompían al caminar con aquellos tacones hechos de
humo y desengaño tras desengaño.
Aquel rinconcito por el que un
día bajaba el viejo armario de cualquier bisabuela, herencia olvidada, guardián
de cuántas historias que habitarían para siempre en los lodos de la Ría,
gargantúa insaciable.
Por la parte de La Plaza, besugos
descabezados, vísceras de congrio y merluza, raspas de anchoítas de plata,
escamas de dorada, cariocas con la boca abierta del susto, y chorongos, qué risa y qué asco, aderezando la mezcla que la marea subía y
bajaba a su antojo. Y ese murmullo de voces constante. Y ese olor tan especial,
ese Chanel nº 5 exclusivo del Mercado de la Ribera.
Por Marzana, la fábrica de hielo
de La Merced, cerca de la iglesia, hoy santuario del rock, donde jugábamos los
niños con las barras de hielo que nos encargaban y que casi nunca llegaban a casa enteras.
La Ría nos invitaba a mirar en su
interior, exhibicionista, corruptora de miradas infantiles. Un tronco asomando
en forma de extremidad fantasmagórica o un sillón desvencijado flotando lento,
como un bailarín artrítico, hacían las delicias de nuestras horas perdidas,
cuando el pan con chocolate Chobil era el mejor de los manjares, la merienda
ideal para bajar hasta la Ría, a mirar, decíamos.
Cruzar el puente. Volverlo a
cruzar. La vida en un lado. La vida en el otro. Y la Ría, Ría sucia, lenta, espesa,
nuestra…
Color chocolate, chocolate espeso, como el de la merienda
que nos preparaba amama cuando llovía y no podíamos bajar a mirar. ¿Cómo
estaría hoy, alta, baja, brava, calma…?
¿Qué habría bajo sus aguas? Hoy puedo
imaginar miles de misterios en sus fondos. Dicen que todavía hay muertos,
ahogados, que han pasado a formar parte de ese submundo de la Ría. Yo solo veía
gaviotas carroñeras hurgando del lado de La Plaza, atentas al menú del día,
chillando…
Y nosotros allí, día tras día,
vigías sin sueldo, controlando todo lo que la Ría traía desde La Peña hasta
Santurce, a ritmo de bilbaínada y de una
a otra orilla. Podía pasar las horas muertas mirando a un lado y otro del
puente del Conde Mirasol.
La vista me alcanzaba justo hasta
el Punte de San Antón por mi derecha, y hasta la curva por donde quería asomar
el Arriaga por la izquierda, con la estación de Santander. ¿Cuántos metros de
infancia me alcanzan? Unos pocos, sí, pero kilómetros de recuerdos, de olores,
de color, de ruido, de sentimientos…
Foto: Internet. Texto: Edurne
3 comentarios:
Una ría en la infancia... Es toda una frontera, del misterio (al otro lado, ¿qué habrá?), de la vida...
Besos.
Me has hecho vivir tus recuerdos a tu lado .
Feliz Navidad.
Un abrazo .
PEDRO:
¡Ya te digo, todo un misterio!
Gracias.
Besos.
;)
CHELO:
¡Me alegro mucho!
Gracias por tus visitas.
Un abrazo y un beso.
;)
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